sábado

Reflexiones treintañales

Tarde en mi vida he llegado a comprender que también yo estoy asistido por el privilegio de encontrar manuscritos anónimos y bien conservados. El truco ha sido tan fatigado en tareas literarias que no podré evitar un poco de vergüenza al transcribirlo. Pero en este caso me salva la obligación de un cumplimiento. Y ahora copio adecuadamente los amarillentos pergaminos que el ignoto viajero olvidó en un arca que acaba de rematarse en la almoneda de Sotheby´s en Londres.
Escribió el hombre:
“Empleado en una agencia de publicidad de Buenos Aires, se me ordenó trasladarme a Montevideo para organizar una sucursal. Me fue impuesto disfrazarme de ejecutivo. Trajes, abrigo, un Stetson que aún conservo y hasta guantes de pecarí que espero todavía guarde la dama a la que finalmente acabé por regalárselos.
Mas hete aquí que divago y perdonadme. Enrabo y prosigo. Pero mis planes para trasladarme a la muy fiel y reconquistadora ciudad de Montevideo coincidieron con un ataque de malhumor del general Perón o de su señora. Y de aquel pronto malhumorado surgió la prohibición de que se viajara entre Argentina y Uruguay.
De modo que me vi obligado a iniciar mi singladura vía Asunción del Paraguay. Y al fin de mucho papeleo y muchas horas de viaje llegué al aeropuerto de Asunción, y al encuentro con mi amigo Ovando, que abandonó su coche para darme captura. Era muy larga la fila de taxis sin taxímetro que ofrecían servicio a los viajeros supuestamente argentinos que estaban aterrizando. Ovando me eligió, se me impuso; y ese fue su error o su acierto, como el paciente lector juzgará.
Para mi desconcierto, no fue nada más llegar a mi transitorio destino cuando me asaltó –tal como lo hiciera Ovando- la primera de mis sorpresas: mi casi raptor manejaba un lujoso Cadillac con envejecido letrero de “ablande”, oprimiendo los pedales con desnudos, necesariamente sucios, oscuros pies.
También sorprendióme en grado sumo lo que juzgué, erróneamente, falta de respeto en el lenguaje del impuesto mecánico: “¿Dónde vamos, che señor? “, preguntó. Parecióme que el “señor” se adecuaba a mi vestimenta y al mucho dinero del que yo era portador; pero el “che” entrañaba una familiaridad difícil de soportar. Mucho más luego supe que el che señor era allí, en el país tropical, costumbre y respeto.
En tono seco mas no agresivo respondíle que deseaba ser conducido a un hotel ni muy caro ni muy barato. Accedió en silencio y transcurrí aquella noche en cama sin chinches, bajo palio de imprescindible mosquitero.
Pero antes había combinado con el mecánico en patas que a la tarde vendría a recogerme para comprar mi pasaje aéreo.
Así que enfrenté, al día siguiente, separado por pulido mostrador, a una rubia muchacha indudablemente importada. Expuse mis deseos, así como mi pasaporte, y maniobré el rollo de billetes que se me había confiado a fin de obtener mi pasaje. A todo esto, Ovando se había acercado en demasía, casi hombro con hombro. Lo cual mucho preocupóme, porque mi chófer era un indiazo de casi un par de metros de estatura y un ancho pecho que, calculo, doblaba la extensión del mío. Continué exhibiendo ficticio desgarro en mi tarea de rellenar papeles que me imponía la rapaza blonda. Pero mucho barruntaba, es cierto, que planeando estuviera Ovando una falcatrúa de la que seríamos víctimas tanto yo como la nonata agencia montevideana.
Agotados sin tropiezo los inexorables trámites, acerquéme al portal; y Ovando a mi lado con una mantenida faz de indiferencia que diputé forzada y prologal.
Recuerde el lector lo que fue diluido y olvidado en virtud de mi mala prosa. Estamos en Paraguay, la del dolor que escribiera Barret y, más prolijamente, estamos en su capital: Asunción.
Y aquí, opino, por apropincue al Ecuador, las tardes imponen rúas desiertas, veranos de infierno, noches de hielo. Y sus crepúsculos sólo tienen vida de minutos, pues sin rosas ni amarillos, el cielo se extiende en violeta intenso que muy presto muere en negrura nocturna. De modo que cuando Ovando me propuso con voz cautelosa y sin mirarme: “Che, patrón, ¿caminamos unas cuadritas?”, estremecíme sin revelarlo y fui hundiéndome paso a paso en la agonía violácea; a mi izquierda, cuadra tras cuadra de pendiente en descenso, la mole móvil del ya preocupante mecánico. Así recorrimos calles, casas alberas en nuestro hasta hoy inédito viaje hacia el principio de la noche. Y debo confesar que, mientras bajábamos, más de una vez fui esclavo de violento deseo de huir en estampida. Hacerme humo o perdiz, ahuecar el ala. Pero, ¿hacia dónde ir, dónde refugiarme?
Pensamientos y silenciados temores entorpecían mi andadura cuando mi gratuito guía alzó el brazo, barrera de detención, y propuso: -¿Tomamos un vasito?-. No instaba; dio por sabida mi aquiescencia.
Enfrentábamos, según me fue dado averiguar segundos después, un bar o tienda de bebestibles o como rayos se llamaría. Aquel local, pequeño y casi limpio, aventaba una lobreguez de siglos con oportuna ayuda de lámparas de petróleo: una en el mostrador, donde apoyaba sus manos de piedra un indio curioso y quieto; la otra colgada de los ladrillos del techo, inventando, para mis ojos, sombras y luces en el piso de tierra.
Guiado por el comprensible afán de quitarle mordiente a la situación que harto mareante me resultaba, diome por barajar trivialidades mostrencas mientras mi acompañante, al que atribuía inconfesas y bien disimuladas intenciones delictivas, dialogaba en lengua que supuse guaraní con aquel simulacro de ídolo o dios en barro forjado que presidía la nada desde su mostrador. Fruto de aquel incomprensible y magro consenso fue una botella de caña llamada Presidente y una turbia pareja de vasos. Que no vasitos. Hicimos una pausa y cantamos un sorbo. El largo y sombrío silencio de mi Virgilio quebróse como nube hinchada y contenida que desgarre sin aviso.
Sí, inició mi anfitrión vocacional, dándole un tinguiñazo a la botella, aquí todo es Presidente, desde que me acuerdo todo presidente que venía duraba poco, robaba lo que le daba el tiempo y venía otro con impaciencia y robaba su poquito hasta otro. Una serie de veinte o cuarenta, digo. Y el más simpático se fue con el tesoro nacional y ahí más no se supo. Pero quería decirle, tome el vasito, che señor, que esto es gloria, decirle que cuando lo vi bajar del aeroplano que venía de Buenos Aires, del Directorio, pensé resuelto que a este porteño lo estafo a muerte y si puedo ni los anteojos le dejo. Y tanto lujo en el vestir. Y dudé convencido hasta que en la agencia medio lo empujé para espiarle el pasaporte, y ahí vi que usted era oriental, uruguayo, dicen ahora. Y le digo, uruguayos y paraguayos somos hermanos. Porque Artigas y López luchaban por lo mismo, peleaban contra el Directorio de Buenos Aires, que siempre quiso hacer suyos nuestros dos países desde las guerras de la independencia. A nosotros nos tocó la gran desgracia. Tres gobiernos asesinos nos atacaron con apoyos de mentiras. Mataron sin piedad hasta que no quedó un solo hombre, ni adolescente ni adulto, para manejar armas de fuego o un triste machete. Entonces era y fue cuestión de sentarse a esperar años a que los niños crecieran y se acollaran para ir lentamente haciendo un nuevo Paraguay. Hoy lo tenemos, pero no bien. Primero usaron a un país amigo para renovarnos guerra y muerte. Esto lo hicieron los gringos del petróleo, y el obligado jefe enemigo era un alemán nazi y maricón. Nosotros éramos mucho más pobres en armas. Pero olvidaron que éramos guaraníes, es decir, indestructibles, siempre má allá de posibles aniquilamientos. Hoy somos esclavos de otro alemán y no sabemos por cuántos años más. Yo sueño a veces con alegría que un enorme, incontenible ejército que formarán los miles de ahogados que fueron obligados a caer, muertos o vivos, desde los aeroplanos del nuevo nazi o abandonados en nuestro Chaco para agonizar y morir de hambre y sed, vendrá a liberarnos. Es un sueño por ahora, che señor, pero nunca se sabe. Ya vi su nombre; el mío es Escolástico Ovando, para servir”
Y aquí termina, para dicha común, el curioso manuscrito, extraña mezcla de distintos hablares. Lo considero mío porque lo pagué en buenas libras, lo que me autoriza a dedicarlo a mis queridos amigos: Roa Bastos y Bareiro. Sin necesidad de recordarles que se cumplen en estos días cuarenta años de acaso la más cruel y corrupta dictadura en su añorada patria. Abrazos de Onetti.
Juan Carlos Onetti