miércoles


sábado

Julio Cortázar - LA PATRIA

“La patria”

Esta tierra sobre los ojos,
este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles,
esta noche continua, esta distancia.
Te quiero, país tirado más abajo del mar, pez panza arriba,
pobre sombra de país, lleno de vientos,
de monumentos y espamentos,
de orgullo sin objeto, sujeto para asaltos,
escupido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas,
repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando
de babas y estupor canchas de fútbol y ringsides.
Pobres negros.
Te estás quemando a fuego lento, y dónde el fuego,
dónde el que come los asados y te tira los huesos.
Malandras, cajetillas, señores y cafishos,
diputados, tilingas de apellido compuesto,
gordas tejiendo en los zaguanes, maestras normales, curas, escribanos,
centroforwards, livianos, Fangio solo, tenientes primeros,
coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos,
bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos,
secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco,
contraflor al resto. Y qué carajo,
si la casita era su sueño, si lo mataron en
pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva.
Liquidación forzosa, se remata hasta lo último.
Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía,
te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña
envuelto en la bandera que nos legó Belgrano,
mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate
con su verde consuelo, lotería del pobre,
y en cada piso hay alguien que nació haciendo discursos
para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos.
Pobres negros que juntan las ganas de ser blancos,
pobres blancos que viven un carnaval de negros,
qué quiniela, hermanito, en Boedo, en la Boca,
en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera,
en los ranchos que paran la mugre de la pampa,
en las casas blanqueadas del silencio del norte,
en las chapas de zinc donde el frío se frota,
en la Plaza de Mayo donde ronda la muerte trajeada de Mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking,
vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga,
tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas,
tango, coraje, puños, viveza y elegancia.
Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado
en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo
saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga,
no te metás, qué vachaché, dale que va, paciencia.
La tierra entre los dedos, la basura en los ojos,
ser argentino es estar triste,
ser argentino es estar lejos.
Y no decir: mañana,
porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara
(el poncho te lo dejo, folklorista infeliz)
me acuerdo de una estrella en pleno campo,
me acuerdo de un amanecer de puna,
de Tilcara de tarde, de Paraná fragante,
de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos
quemando un horizonte de bañados.
Te quiero, país, pañuelo sucio, con tus calles
cubiertas de carteles peronistas, te quiero
sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho,
nada más que de lejos y amargado y de noche.
Julio Cortázar

jueves

Juan Carlos Onetti: Una vida soñada




Juego de espejos
Su característico universo de ficción, lleno de seres degradados y marcados por una visión nihilista de la existencia, toma verdadero cuerpo a partir de la saga santamariana. Es importante notar que Santa María aflora no como una idea del autor sino de un personaje, Brausen, que está ansioso por respirar en un territorio alternativo y que (con la excusa de escribir un guión de cine) fabula un mundo imaginario autónomo. No en vano, en una posterior novela, El astillero, Brausen aparecerá efigiado en estatua con un letrero en el que se le señala como “fundador”.

A partir de La vida breve, pues, Onetti pone en pie un sofisticado juego de espejos, con desdoblamientos de personajes que escapan del mundo real y situaciones que reflejan la añoranza de un paraíso feliz. Onetti proseguirá este memorable ejercicio de metaliteratura en títulos tan señeros como El astillero (1961) o Juntacadáveres (1965), que discurren asimismo en los escenarios de Santa María. Da una idea gráfica de su forma de novelar la siguiente anécdota que el autor uruguayo refirió a Joaquín Soler Serrano en el programa televisivo A fondo: estaba Onetti en 1959 trabajando en el manuscrito de Juntacadáveres cuando una tarde, caminando, se le apareció en la imaginación el cadáver de un personaje, Junta Larsen. Hipnotizado por la imagen, el escritor abandonó a la mitad Juntacadáveres y se puso a tramar El astillero, que le salió de un tirón y dedicó a su amigo Luis Batlle, que fuera presidente de Uruguay. Acabado El astillero, retomó Juntacadáveres, con el proxeneta Larsen también de protagonista, pero la reanimación de esta ficción le parecería a su autor una especie de recalentamiento.

domingo

Querida María Elena


Ahora 

Ahora como un ángel apareces
y me rodeas sin decirme nada.
Ángel que yo cuidara tantas veces
sin saberlo, callada.
En todo lo que miro permaneces
como el aire feliz de la mirada.
Me parezco a tu ausencia y te pareces
a mí resucitada.
Porque viniste cuando me moría
a devolverme a vivas caridades;
porque mi noche muda se hizo día
por gracia de tu voz iluminada,
en esta eternidad con que me invades
yo que no era, soy tu enamorada.

 María Elena Walsh

viernes

El último viernes



En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a ser distinto. Creyó recordar tímidas premoniciones, trató de protegerse despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el día eternos que imponían los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y silenciosa que se rozaba los hombros sin respaldo, conservando rígidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la renuncia a su esperanza.

Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que había elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la Jefatura, atravesar el saludo de policías de uniforme y perder la noción del tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros, sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.

Había elegido los viernes porque era su día franco en el diario y porque Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Había olvidado la probabilidad de un gran empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a Miller, fumándole los cigarrillos, midiéndole la miseria, haciéndole feliz con su atención y aceptándole los billetes doblados que le ponía en la mano al despedirlo.

Comprendió que aquel viernes iba a ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la farsa de la recepción y también el papel que le había asignado. No lo esperaba sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo, juvenil, alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. “Me vas a decir que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando los billetes colorados”. Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente y estuvo esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldosado, sonaron las botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tibio de la tarde que empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas de la victoria regia.

-Sentate -dijo Miller sin alzar los ojos.

Con calculada violencia, Carner tiiró el sombrero sobre el escritorio y ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta e introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillo abierta y eligió uno.

-Gracias -dijo con ironía y sin sonreír: Lo encendió con un fósforo, recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo examinando la sonrisa de Carner, ya un poco ajada, desprovista de sentido visible.

- ¿Qué te pasa? -preguntó.

- Nada -dijo Carner-. Vos sabes que hace años que no me pasa nada, nada que importe de veras. Pero soy feliz por si vas a preguntarlo. Me cago en todas las cosas y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.

Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y deliberadamente nostálgica de las tardes de los viernes. “Así debe sonreír cuando un pobre infeliz, sentado en esa silla, empieza a mentirle para salvarse. Así, con paciencia y seguro, agradecido -al Dios de las tribus en que debe seguir creyendo, y sino en él, a los del padre y del abuelo que le quedaron como rastros de barba- de estar en ese lado del escritorio y no en éste, y creyendo también que lo merece.”

-Apasionado y no del todo exacto -dijo Miller, y se inclinó para acercarle un cenicero-. Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no ser la única. No se trata de fulltime. Muchas veces hablamos de Hilda, de una mujer llamada Hilda.

- Sí. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué pasa con ella?

- Poco, nada extraordinario. Hasta llegaría a decirte que no pasa nada si no fuera tu mujer.

- Mi mujer -Carner rehízo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba dirigida a Miller-. Nunca tuve, conocí o toqué a una mujer que fuera mi mujer. Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me ordenes que te lo cuente, comisario.

Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo, hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.

- Me impresiona haberlo sabido hoy -dijo-. Las coincidencias me llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino sólo. ¿Hilda Montes? Libertad 954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.

Vivo ahí. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los gastos. Si la quisiera, viviría sin escrúpulos del dinero de ella. Sólo un imbécil, y no lo sos de esa manera, podría creer que exploto a una puta habiéndome una vez mirado el traje, la camisa, los zapatos. Todo esto es ridículo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme a la cara.

Miller tosió el humo y se puso a reír, nervioso, entornando los ojos, mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó una mano en la espalda de Carner.

- Es la maldita coincidencia -dijo-. Bendita, si preferís. Ya veremos.

- Sí. Y la coincidencia de que sea éste el primer viernes que vengo a visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para ellos. -La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura de Carner-. Esta coincidencia y la de que Lucía se esté muriendo. Con diez pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para comprarle flores a Lucía. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.

Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.

- Esperá.

Fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.

Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar para siempre.

Juan Carlos Onetti

domingo

José Saramago

"Todo el mundo me dice que tengo que hacer ejercicio, que es bueno para mi salud. 
Pero nunca he oído a nadie decirle a un deportista: tienes que leer"

José Saramago

Brindemos por las locas - Jack Kerouac

"Brindemos por las locas, por las inadaptadas,
por las rebeldes, por las alborotadoras,
por las que no encajan,
por las que ven las cosas de una manera diferente.

No les gustan las reglas y no respetan el status-quo.
Las puedes citar, no estar de acuerdo con ellas,
glorificarlas o vilipendiarlas.
Pero lo que no puedes hacer es ignorarlas.

Porque cambian las cosas.
Empujan adelante la raza humana.
Mientras algunos las vean como locas,
nosotras vemos el genio.

Porque las Mujeres que se creen tan locas
como para pensar que puedan cambiar el mundo,
son las que lo hacen"

Jack Kerouac

viernes

Justo el 31





 Cuando toda la ciudad supo que había llegado por fin la medianoche yo estaba, solo y casi a oscuras, mirando el río y la luz del faro desde la frescura de la ventana mientras fumaba y volvía a empeñarme en buscar un recuerdo que me emocionara, un motivo para compadecerme y hacer reproches al mundo, contemplar con algún odio excitante las luces de la ciudad que avanzaban a mi izquierda. Había terminado temprano el dibujo de los dos niños en pijama que se asombraban matinalmente ante la invasión de caballos, muñecas, autos y monopatines sobre sus zapatos y la chimenea. De acuerdo con lo convenido, había copiado las figuras de un aviso publicado en Companion. Lo más difícil fue la expresión babosa de los padres espiando desde una cortina y abstenerme de usar el carmín para cruzar el dibujo con letras peludas de pincel de marta: "Biba la felisidá".
Pero en cambio pude dedicar los cuarenta minutos que me separaban del año nuevo, de mi cumpleaños y del prometido regreso de Frieda pintando en letras verdes un nuevo cartelito para el cuarto de baño. El viejo estaba desteñido, salpicado, con manchas de jabón y dentífrico. Además había sido hecho con letras cursivas y espantosas, con esa caligrafía que se emplea en las tablitas que cuelgan los cretinos en las paredes: casa chica, corazón grande, bienvenidos, barco joven capitán viejo.

miércoles

Sortilegios - ALEJANDRA PIZARNIK



Y las damas vestidas de rojo para mi dolor
y con mi dolor insumidas en mi soplo,
agazapadas como fetos de escorpiones
en el lado más interno de mi nuca,
las madres de rojo que me aspiran
el único calor que me doy con mi corazón
que apenas pudo nunca latir,
a mí que siempre tuve que aprender sola
cómo se hace para beber y comer y respirar
y a mí que nadie me enseño a llorar
y nadie me enseñará ni siquiera las grandes damas
adheridas a la entretela de mi respiración
con babas rojizas y velos flotantes de sangre,
mi sangre, la mía sola, la que yo me procuré
y ahora vienen a beber de mí
luego de haber matado al rey que flota en el río
y mueve los ojos y sonríe pero está muerto
y cuando alguien está muerto, muerto
está por más que sonría y las grandes,
las trágicas damas de rojo han matado
al que se va río abajo y yo me quedo
como rehén en perpetua posesión. 

Alejandra Pizarnik
Sortilegios, de Extracción de la piedra de la locura

lunes

Fundación de la belleza - EDUARDO GALEANO

Están allí, pintadas en las paredes y en los techos de las cavernas.
Estas figuras, bisontes, alces, osos, caballos, águilas, mujeres,
hombres, no tienen edad. Han nacido hace miles y miles de años,
pero nacen de nuevo cada vez que alguien las mira.
¿Cómo pudieron ellos, nuestros remotos abuelos, pintar de tan
delicada manera? 
¿Cómo pudieron ellos, esos brutos que a mano
limpia peleaban contra las bestias, 
crear figuras tan llenas de gracia? 
¿Cómo pudieron ellos dibujar esas líneas volanderas 
que escapan de la roca y se van al aire? ¿Cómo pudieron ellos…?
¿O eran ellas?

Eduardo Galeano
Espejos

jueves

Juan Carlos Onetti: Una vida soñada



Juego de espejos
Su característico universo de ficción, lleno de seres degradados y marcados por una visión nihilista de la existencia, toma verdadero cuerpo a partir de la saga santamariana. Es importante notar que Santa María aflora no como una idea del autor sino de un personaje, Brausen, que está ansioso por respirar en un territorio alternativo y que (con la excusa de escribir un guión de cine) fabula un mundo imaginario autónomo. No en vano, en una posterior novela, El astillero, Brausen aparecerá efigiado en estatua con un letrero en el que se le señala como “fundador”.
A partir de La vida breve, pues, Onetti pone en pie un sofisticado juego de espejos, con desdoblamientos de personajes que escapan del mundo real y situaciones que reflejan la añoranza de un paraíso feliz. Onetti proseguirá este memorable ejercicio de metaliteratura en títulos tan señeros como El astillero (1961) o Juntacadáveres (1965), que discurren asimismo en los escenarios de Santa María. Da una idea gráfica de su forma de novelar la siguiente anécdota que el autor uruguayo refirió a Joaquín Soler Serrano en el programa televisivo A fondo: estaba Onetti en 1959 trabajando en el manuscrito de Juntacadáveres cuando una tarde, caminando, se le apareció en la imaginación el cadáver de un personaje, Junta Larsen. Hipnotizado por la imagen, el escritor abandonó a la mitad Juntacadáveres y se puso a tramar El astillero, que le salió de un tirón y dedicó a su amigo Luis Batlle, que fuera presidente de Uruguay. Acabado El astillero, retomó Juntacadáveres, con el proxeneta Larsen también de protagonista, pero la reanimación de esta ficción le parecería a su autor una especie de recalentamiento.
Entre La vida breve y El astillero, Onetti produjo un relato de cien páginas, Los adioses, que él siempre consideró su obra preferida y que se desgaja momentáneamente de las coordenadas de Santa María. Es la historia de un almacenero que ve llegar a la sierra a una ex figura del baloncesto minado por la tuberculosis y que se dedica, a partir de las cartas femeninas que recibe el enfermo, a conjeturar el pasado que pudo tener y las semanas de vida que le pueden quedar. Como Marlow y Kurtz, el almacenero y el ex deportista escenifican un juego de polarizaciones y de dobles que alcanza un clímax inesperado. Onetti dedicó la narración a Idea Vilariño, poetisa y crítica literaria uruguaya de singular belleza, que fue su amante durante varios años. Antonio Muñoz Molina tiene por cierto un especial aprecio por este libro: “He leído Los adioses muchas veces, desde que tenía veinte años, y estoy convencido de que es una de las dos o tres mejores novelas cortas que se han escrito en español”.
A mediados de los años 1960, el nombre de Onetti, hasta entonces sólo admirado en cenáculos de su país, empezará a cruzar fronteras y a irradiarse internacionalmente. En 1966, el autor en persona asiste al congreso del PEN Club celebrado en Nueva York. En 1967 queda finalista con Juntacadáveres del prestigioso premio Rómulo Gallegos (que gana un treintañero Vargas Llosa con La casa verde). Y en 1970 Aguilar le edita, encuadernadas en piel, sus Obras Completas. Por desgracia, el alza de su fama corre paralela a un deterioro del clima político de su país. En 1963 entra en escena la guerrilla de los tupamaros, y sus sangrientas acciones desencadenan una represión que llevará al poder a dictadores como Juan María Bordaberry. Onetti, que siempre se había mantenido aparte de las lizas políticas, será detenido en 1974 en cuanto uno de los jurados que habían premiado un cuento presuntamente pornográfico de Nelson Marra. La oligarquía militar metió entre rejas al escritor durante tres meses y de allí sólo salió gracias a la movilización internacional y las gestiones de un antiguo embajador español en el país, Juan Ignacio Tena Ibarra, que movió hilos para llevárselo a España.

Texto Carles Barba

domingo

Eduardo Galeano

“Hay criminales que proclaman tan campantes ‘la maté porque era mía’, 
así no más, como si fuera cosa de sentido común y justo 
de toda justicia y derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer. 
Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar 
‘la maté por miedo’, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre 
es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo”

Eduardo Galeano

miércoles

La mano - Juan Carlos Onetti

A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
–La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. "Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico".
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.

Juan Carlos Onetti

viernes

Juan Carlos Onetti: Una vida soñada


Juego de espejos
Su característico universo de ficción, lleno de seres degradados y marcados por una visión nihilista de la existencia, toma verdadero cuerpo a partir de la saga santamariana. Es importante notar que Santa María aflora no como una idea del autor sino de un personaje, Brausen, que está ansioso por respirar en un territorio alternativo y que (con la excusa de escribir un guión de cine) fabula un mundo imaginario autónomo. No en vano, en una posterior novela, El astillero, Brausen aparecerá efigiado en estatua con un letrero en el que se le señala como “fundador”.
A partir de La vida breve, pues, Onetti pone en pie un sofisticado juego de espejos, con desdoblamientos de personajes que escapan del mundo real y situaciones que reflejan la añoranza de un paraíso feliz. Onetti proseguirá este memorable ejercicio de metaliteratura en títulos tan señeros como El astillero (1961) o Juntacadáveres (1965), que discurren asimismo en los escenarios de Santa María. Da una idea gráfica de su forma de novelar la siguiente anécdota que el autor uruguayo refirió a Joaquín Soler Serrano en el programa televisivo A fondo: estaba Onetti en 1959 trabajando en el manuscrito de Juntacadáveres cuando una tarde, caminando, se le apareció en la imaginación el cadáver de un personaje, Junta Larsen. Hipnotizado por la imagen, el escritor abandonó a la mitad Juntacadáveres y se puso a tramar El astillero, que le salió de un tirón y dedicó a su amigo Luis Batlle, que fuera presidente de Uruguay. Acabado El astillero, retomó Juntacadáveres, con el proxeneta Larsen también de protagonista, pero la reanimación de esta ficción le parecería a su autor una especie de recalentamiento.
Entre La vida breve y El astillero, Onetti produjo un relato de cien páginas, Los adioses, que él siempre consideró su obra preferida y que se desgaja momentáneamente de las coordenadas de Santa María. Es la historia de un almacenero que ve llegar a la sierra a una ex figura del baloncesto minado por la tuberculosis y que se dedica, a partir de las cartas femeninas que recibe el enfermo, a conjeturar el pasado que pudo tener y las semanas de vida que le pueden quedar. Como Marlow y Kurtz, el almacenero y el ex deportista escenifican un juego de polarizaciones y de dobles que alcanza un clímax inesperado. Onetti dedicó la narración a Idea Vilariño, poetisa y crítica literaria uruguaya de singular belleza, que fue su amante durante varios años. Antonio Muñoz Molina tiene por cierto un especial aprecio por este libro: “He leído Los adioses muchas veces, desde que tenía veinte años, y estoy convencido de que es una de las dos o tres mejores novelas cortas que se han escrito en español”.
A mediados de los años 1960, el nombre de Onetti, hasta entonces sólo admirado en cenáculos de su país, empezará a cruzar fronteras y a irradiarse internacionalmente. En 1966, el autor en persona asiste al congreso del PEN Club celebrado en Nueva York. En 1967 queda finalista con Juntacadáveres del prestigioso premio Rómulo Gallegos (que gana un treintañero Vargas Llosa con La casa verde). Y en 1970 Aguilar le edita, encuadernadas en piel, sus Obras Completas. Por desgracia, el alza de su fama corre paralela a un deterioro del clima político de su país. En 1963 entra en escena la guerrilla de los tupamaros, y sus sangrientas acciones desencadenan una represión que llevará al poder a dictadores como Juan María Bordaberry. Onetti, que siempre se había mantenido aparte de las lizas políticas, será detenido en 1974 en cuanto uno de los jurados que habían premiado un cuento presuntamente pornográfico de Nelson Marra. La oligarquía militar metió entre rejas al escritor durante tres meses y de allí sólo salió gracias a la movilización internacional y las gestiones de un antiguo embajador español en el país, Juan Ignacio Tena Ibarra, que movió hilos para llevárselo a España.

Texto Carles Barba

martes

Leche de la Underwood



Por delicadas que sean, las mañanas
envilecen; lo destructible vacila
y lo que pareciera, frente a nosotros, perdurar,
no nos acoge, menos cruel que indiferente. Animal
anónimo, por más que grites, nadie escucha,
y ni por lejos la lengua es la que conviene.
Existe, tal vez, en alguna parte, un idioma,
nadie niega, pero habría que desandar,
salir, si fuese posible, del centro de la noche,
y empezar de nuevo con otra clase de balbuceo.
Tantas tardes que resbalan:
ya no se sabe
en qué mundo se está, y sobre todo si se está
en un mundo. Se muerde
un fantasma de manzana, mientras sigue merodeando,

como desde un principio, lo oscuro. Destellos
de un sol de invierno en la ciudad
transparente; brillos, rápidos o lentos,
que algunos blanden como pruebas
abandonándose, soñadores, su tibieza. Entre tantas
estrellas, esperanzas: relentes
de un reino animal.


Juan José Saer

jueves

Quiénes son las dominicanas por las que se conmemora el día contra la violencia de género



"Las hermanas Mirabal" son un símbolo de lucha en la región después de ser cruelmente asesinadas por el régimen de Trujillo en 1960. En Latinoamérica el 50% de las mujeres sufrió violencia de algún tipo.

El 25 de noviembre de 1960 los cuerpos de Minerva, Patria y María Teresa Mirabal fueron hallados en destrozados en el interior de un jeep en el fondo de un barranco, junto con el del conductor de vehículo, Rufino de la Cruz.
"Si me matan, sacaré los brazos de la tumba y seré más fuerte", había dicho Minerva antes de su asesinato a manos del régimen del presidente Rafael Leónidas Trujillo (1930-1961), según publicó en un artículo la BBC Mundo.
La promesa de Minerva parece haberse cumplido: su muerte y la de sus hermanas en manos de la policía secreta dominicana, es considerada por muchos uno de los factores que llevó al fin del régimen trujillista.
"TENÍAN UNA TRAYECTORIA LARGA DE CONSPIRACIÓN Y RESISTENCIA, Y MUCHA GENTE LAS CONOCÍA"

lunes


sábado

Balada del ausente


Entonces no me des un motivo por favor
No le des conciencia a la nostalgia,
La desesperación y el juego.
Pensarte y no verte
Sufrir en ti y no alzar mi grito
Rumiar a solas, gracias a ti, por mi culpa,
En lo único que puede ser
Enteramente pensado
Llamar sin voz porque Dios dispuso
Que si Él tiene compromisos
Si Dios mismo le impide contestar
Con dos dedos el saludo
Cotidiano, nocturno, inevitable
Es necesario aceptar la soledad,
Confortarse hermanado
Con el olor a perro, en esos días húmedos del sur,
En cualquier regreso
En cualquier hora cambiable del crepúsculo
Tu silencio
Y el paso indiferente de Dios que no ve ni saluda
Que no responde al sombrero enlutado
Golpeando las rodillas
Que teme a Dios y se preocupa
Por lo que opine, condene, rezongue, imponga.
No me des conciencia, grito, necesidad ni orden.
Estoy desnudo y lejos, lo que me dejaron
Giro hacia el mundo y su secreto de musgo,
Hacia la claridad dolorosa del mundo,
Desnudo, sólo, desarmado
bamboleo mi cuerpo enmagrecido
Tropiezo y avanzo
Me acerco tal vez a una frontera
A un odio inútil, a su creciente miseria
Y tampoco es consuelo
Esa dulce ilusión de paz y de combate
Porque la lejanía
No es ya, se disuelve en la espera
Graciosa, incomprensible, de ayudarme
A vivir y esperar.
Ningún otro país y para siempre.
Mi pie izquierdo en la barra de bronce
Fundido con ella.
El mozo que comprende, ayuda a esperar, cree lo que ignora.
Se aceptan todas las apuestas:
Eternidad, infierno, aventura, estupidez
Pero soy mayor
Ya ni siquiera creo,
En romper espejos
En la noche
Y lamerme la sangre de los dedos
Como si la hubiera traído desde allí
Como si la salobre mentira se espesara
Como si la sangre, pequeño dolor filoso,
Me aproximara a lo que resta vivo, blando y ágil.
Muerto por la distancia y el tiempo
Y yo la, lo pierdo, doy mi vida,
A cambio de vejeces y ambiciones ajenas
Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Volver y no lo haré, dejar y no puedo.
Apoyar el zapato en el barrote de bronce
Y esperar sin prisa su vejez, su ajenidad, su diminuto no ser.
La paz y después, dichosamente, en seguida, nada.
Ahí estaré. El tiempo no tocará mi pelo, no inventará arrugas, no me inflará las mejillas
Ahí estaré esperando una cita imposible, un encuentro que no se cumplirá.

Juan Carlos Onetti

miércoles

Y el pan nuestro


Sólo conozco de ti
la sonrisa gioconda
con labios separados
el misterio
mi terca obsesión
de desvelarlo
y avanzar porfiado
y sorprendido
tanteando tu pasado
Sólo conozco
la dulce leche de tus dientes
la leche plácida y burlona
que me separa
y para siempre
del paraíso imaginado
del imposible mañana
de paz y dicha silenciosa
de abrigo y pan compartido
de algún objeto cotidiano
que yo pudiera llamar
nuestro

 Juan Carlos Onetti

domingo

El planeta más íntimo de Onetti


Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909- Madrid, 1994) balbuceaba en voz alta sus historias mientras dormía. "¿Dije algo anoche?" preguntaba la mañana siguiente a Dolly, su esposa. "¡Qué lástima! Era un cuento perfecto", se lamentaba cuando su mujer aseguraba no recordar nada. El libro Juan Carlos Onetti Ensayo Iconográfico (Del centro editores), está tejido con recuerdos íntimos. Recuerdos de un escritor cuya fama de huraño, cascarrabias y antisocial que nunca salió de su cama suele eclipsar la versión más terrenal que, irremediablemente, se esconde en la intimidad de todo ser humano.
El libro recopila un total de 327 fotografías, muchas de ellas inéditas, y una sucesión de testimonios y anécdotas de amigos, familiares y escritores que trazan el recuerdo de un Onetti familiar. Más cercano. Un hombre fascinado por el mundo de los niños. El texto recoge la anécdota del abuelo que asumía el papel de ogro para enviar a su nieto Carlos Esteben Onetti a extraer la sangre de alguna víctima. El niño solía regresar con una copa de vino para este infundado ser fantástico, que él sabía de antemano, se trataba de "el agüelo".
La admiración de los escritores queda constatada de sobra. Mario vargas Llosa conoció al autor de El astillero en Nueva York, donde se celebraba un congreso de la prestigiosa asociación de escritores PEN Internacional. En su ensayo El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, el Nobel peruano anota: "No podía imaginar que el autor de aquellas temerarias historias fuera el hombrecillo tímido hasta la mudez y ensimismado que temblaba como el azoque ante la idea de enfrentarse a un micrófono y que, salvo cuando hablaba de algún libro, parecía el ser más desvalido de la creación".
Julio Cortázar, por su parte, satisfecho por una crítica positiva que hiciera Onetti de su cuento El perseguidor, diría: "Para mí es como si me lo hubiera dicho Musil o Malcon Lowry, esa clase de planetas".

lunes

Juan Carlos Onetti: Cuando ya no importe



3 de mayo
Era la hora del hambre, del sol justo encima de nuestras cabezas. Estábamos dentro del edificio que me quedo destinado como casa, hecho con grandes piedras fofas. Alguien había ido hasta la caravana para volver con una botella de whisky, de marca para mi desconocida, y vasos de plástico. Uno de los gringos me dijo:

-Ahora le falta conocer a dona Eufrasia. Para ir bien con ella hay que mantenerle el tratamiento. Ya vera. Todavía tiene buen cuerpo. Nadie sabe si treinta o cuarenta. Ella es tres cuartos de india y muy mandona si le toleran. Con nosotros anda en una especie de paz armada. Fue al este a comprarnos alimentos frescos. Odia las latas mas que nosotros. Y nunca nos falla, debe estar por volver.
Y dona Eufrasia llego; un cuerpo que me pareció deseable aunque con grandes pechos cayentes. Pero la cara había sufrido mucho y era mejor no mirarla; probablemente ella lo agradeciera.
Era alta, oscura, sudorosa y desgreñada, un animal cargado en los lomos con una mochila de cuero reluciente, propiedad de mis amigos, y colgando de cada brazo una bolsa red llena de marcas comerciales. Saludo con un cabezazo mientras mis gringos hacían presentaciones confusas. Se alivio de los pesos y me mostró como un relámpago su dentadura blanca, interrumpida por el lento saboreo de la hoja de coca. Nos apretarnos las manos y yo apreté una maderita seca, y tanto sus ojos negros como los míos compusieron un mirar turbio y burlón.

jueves

Julio Cortázar

"No me parece que la luciérnaga extraiga mayor suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas más fenomenales de este circo, y sin embargo basta suponerle una conciencia para comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe sentir como una cosquilla de privilegio"

Julio Cortázar
de: RAYUELA
en el año 100 de su nacimiento

domingo

El infierno tan temido






La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras.

Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. Es una mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas violentas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer.

Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras volvía a medias la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.

Juan Carlos Onetti
El infierno tan temido (fragmento)

viernes

El Pozo


  "El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable. Lo que pudiera suceder con don Eladio Linacero y doña Cecilia Huerta de Linacero no me interesa. Basta escribir los nombres para sentir lo ridículo de todo esto. Se trataba del amor y esto ya estaba terminado, no había primera ni segunda instancia, era un muerto antiguo. Qué más da el resto. Pero en el sumario hay algo que no puedo olvidar.

No trato de justificarme; pueden escribir lo que quieran las ratas del juzgado. Toda la culpa es mía: no me interesa ganar dinero ni tener una casa confortable, con radio, heladera, vajilla y un watercló impecable. El trabajo me parece una estupidez odiosa a la que es difícil escapar. La poca gente que conozco es indigna de que el sol le toque en la cara. Allá ellos, todo el mundo y doña Cecilia Huerta de Linacero.

Pero en el sumario se cuenta que una noche desperté a Cecilia, “la obligué a vestirse con amenazas y la llevé hasta la intersección de la rambla y la calle Eduardo Acevedo”. Allí, “me dediqué a actos propios de un anormal, obligándola a alejarse y venir caminando hasta donde estaba yo, varias veces, y a repetir frases sin sentido”. Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos.
Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene.

Juan Carlos Onetti
Fragmento de "El Pozo"

37 AÑOS DE BÚSQUEDA



Recuperaron al nieto de Estela de Carlotto

Tan Triste Como Ella


   

 
           Querida Tan Triste:


Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de veras; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. Intento excusarme -sólo para nosotros, claro- invocando la dificultad que impone navegar entre dos aguas durante X páginas. Acepto también, como merecidos, los momentos dichosos. En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía.
J.C.O.

Años atrás, que podían ser muchos o mezclarse con el ayer en los escasos momentos de felicidad, ella había estado en la habitación del hombre. Un dormitorio imaginable, un cuarto de baño en ruinas y desaseado, un ascensor trémulo; sólo eso recordaba de la casa. Fue antes del matrimonio, pocos meses antes.
Quería ir, deseaba que ocurriera cualquier cosa -la más brutal, la más anémica y decepcionante-, cualquier cosa útil para su soledad y su ignorancia. No pensaba en el futuro y se sentía capaz de negarlo. Pero un miedo que nada tenía que ver con el dolor antiguo la obligó a decir no, a defenderse con las manos y la rigidez de los muslos. Sólo obtuvo, aceptó, el sabor del hombre manchado por el sol y la playa.
Soñó, al amanecer, ya separada y lejos, que caminaba sola en una noche que podía haber sido otra, casi desnuda con su corto camisón, cargando una valija vacía. Estaba condenada a la desesperación y arrastraba los pies descalzos por calles arboladas y desiertas, lentamente, con el cuerpo erguido, casi desafiante.
El desengaño, la tristeza, al decir que sí a la muerte, sólo podían soportarse porque, a capricho, el gusto del hombre renacía en su garganta en cada bocacalle que ella lo pedía y ordenaba. Los pasos doloridos se iban haciendo lentos hasta la quietud. Entonces, a medias desnuda, rodeada por la sombra, el simulacro del silencio, alguna pareja lejana de faroles, se detenía para absorber ruidosa el aire. Cargada con la valija sin peso, saboreaba el recuerdo y continuaba caminando de regreso.

De pronto vio la enorme luna que se alzaba entre el caserío gris, negro y sucio; era más plateada a cada paso y disolvía velozmente los bordes sanguinolentos que la habían sostenido. Paso a paso, comprendió que no avanzaba con la valija hacia ningún destino, ninguna cama, ninguna habitación. La luna ya era monstruosa. Casi desnuda, con el cuerpo recto y los pequeños senos horadando la noche, siguió marchando para hundirse en la luna desmesurada que continuaba creciendo.
El hombre estaba más flaco cada día y sus ojos grises perdían color, aguándose, lejos ya de la curiosidad y la súplica. Nunca se le había ocurrido llorar y los años, treinta y dos, le enseñaron, por lo menos, la inutilidad de todo abandono, de toda esperanza de comprensión.
La miraba sin franqueza ni mentira todas las mañanas, por encima de la poblada, renga mesa del desayuno que había instalado en la cocina para la felicidad del verano. Tal vez no fuera totalmente suya la culpa, tal vez resulte inútil tratar de saber quién la tuvo, quién la sigue teniendo.
A escondidas ella le miraba los ojos. Si puede darse el nombre de mirada a la cautela, al relámpago frío, a su cálculo. Los ojos del hombre, sin delatarse, se hacían más grandes y claros, cada vez, cada mañana. Pero él no trataba de esconderlos; sólo quería desviar, sin grosería, lo que los ojos estaban condenados a preguntar y decir.

Para Destouches, para Céline

En un tiempo –y buenos tiempos eran aquellos- tuvimos un amigo, el mejor recordable, con el que tropezamos sin método aquí y en Baires. Era pobre, casi de profesión, casi menesteroso. Tal vez exagerara: no usaba camisa, prefería las alpargatas. Estaba, exigencias de la edad, descubriendo el mundo. Se encontró entre otras cosas, con Viaje al fin de la noche, novela de un tal Dr. Destouches, médico de barrio en París, que prefería firmarse Luis Ferdinando Céline. Aquel perdido –tal vez no para siempre- amigo, al que llamaremos Robinson por comodidad, se excitaba en veladas caseras o de boliche y llegaba a recitar, más o menos, con frases que sólo adolecían de la improbabilidad de estar demasiado bien construidas:

-Fue en vísperas de la guerra, de la segunda, que logramos atrapar este libro. O él estaba destinado a atraparme a mí. Viaje era feroz y fue escrito para mostrarme y confirmar la ferocidad del mundo. Puede ser que se trate de una gran mentira, armada con talento. La gente no es egoísta ni miserable, no envejece, no se muere de golpe ni aullando, no engendra hijos que padezcan lo mismo. Los objetos, los amores, los días, los simples entusiasmos, no están destinados a la mugre y la carcoma. Céline miente, entonces; vivió en el paraíso y fue incapaz de comprenderlo. Pero existe algo llamado literatura, un oficio, una manía, un arte. Y Viaje es, en este terreno, una de las mejores cosas hechas en este siglo.

Aquel Robinson le sacó horas al trabajo, al sueño, a la comida y al amor. Tradujo Viaje y recorrió editoriales ofreciendo gratuitamente lo que él creía una admirable versión del argot al semi lunfardo.

Siempre le dijeron que no. El libro, el resultado, era impublicable por razones de moral. A pesar de que los porteños no contaban aun con un cretino siquiera comparable al Fiscal de la Riestra. Del que gozan hoy con toda justicia.

Acaso la traducción de Robinson fuera mala, simplemente, y las excusas de los editores no pasaran de eso. Robinson terminó por resignarse y es posible que hoy se dedique a escribir novelitas inspiradas en Céline. A fin de cuentas se encuentra bien acompañado. Algo semejante le ocurrió con J.P.Sartre (lo confiesa) y con sus epígonos de la literatura o charla existencial. Se les ve Viaje a través de la ropa, a través de los simulacros de violencia y cinismo.

Como el Buen Dios cree que los zapateros deben dedicarse a los zapatos, nos ha prohibido y preservado de la crítica literaria. Se trata, pues, de divagar un poco con motivo de la segunda –tercera- edición en español que conocemos de Viaje al fin de la noche. Acaba de publicarla la Fabril Editora y la firma Armando Bazán. Es indudable que Bazán conoce más francés y español que el pobre Robinson. Pero prefirió -¿por qué?- olvidarse, apartar, amansar, adecentar, licuar a Luis Ferdinando Céline. Cualquier burgués progresista, cualquier buen padre de familia –de los que tienen amplitud de criterio, claro- puede comprar este Céline-Bazán, leerlo y darle permiso a su señora esposa para que lo haga. Pero el pobrecito Robinson ha de estar calculando cuánto tiene que ver el sucio perro rabioso llamado Destouches con este bien criado pomerania que ya ha comenzado a agotarse. En las librerías, claro.

¿Por qué –otra vez- Viaje fue traducido a un correcto español (habíamos escrito gallego pero nos convencieron de que más vale no) en lugar de preferir el rioplatense, en lugar de preferir la grosería y el desaliño de un Roberto Arlt, por ejemplo? Y, se comprende, no estamos hablando de realismo sino de la verdad, cosa por entero distinta.

El cada vez más humilde Robinson objetaría –no tiene talento pero sí memoria- que el miserable doctor Destouches rehizo nocturnamente su obra una exacta docena de veces antes de jugar a la lotería de enviarla a los editores.

Han pasado muchos años desde la primera edición de Viaje. Parece absurdo comentar o decir la novela. Y el único motivo de estas líneas es que Ángel Rama nos pidió una ayuda para las páginas literarias de Marcha y se la estamos dando con analfabetismo y buena voluntad.

Ya se ha dicho que esto no pasa de una nota periodística. Como se trata de distraer al lector, agregaremos algunas precisiones o leyendas. Tanto da.

-Cuando el doctor Destouches –que deseaba y logró romperle el espinazo a la sintaxis francesa- se sintió satisfecho o harto de su docena de versiones, repartió por correo varias copias entre las editoriales. Esto ya se dijo. Pero el medicucho olvidó agregar nombre y dirección. El único editor que comprendió su grandeza sólo pudo ubicarlo gracias a que entre las hojas del mamotreto se había deslizado una cuenta de lavandera.

-Céline, hombre de un solo libro, a pesar del resto, hombre de un solo tema (Destouches), escribió varias tonterías. Entre ellas, un pésimo panfleto antisemita (inexplicablemente editado por Sur) que lo obligó a disparar de Francia cuando la caída del nazismo. Consiguió asilo en casa de un admirador (Copenhague). Pero impuso una condición: viviría en la casilla del perro. Sus biógrafos no dicen una sola palabra respecto al desalojado.

-El mencionado panfleto había despertado la simpatía de Otto Abetz, embajador de Alemania en Francia. Y al defenderse de la acusación de nazismo, Céline se presentó al tribunal de depuración diciendo por escrito y con escándalo: «¿Yo antisemita? Abetz me ofreció encargarme del problema judío en Francia y no acepté. Si hubiera dicho que sí, a esta hora no quedaría un solo judío vivo en Francia».

Y algo para terminar. En Viaje Céline eligió la ferocidad, la mugre y el regusto por la bazofia con singular entusiasmo. Sin embargo un artista se parece a una mujer porque tarde o temprano acaba por aceptar fisuras y confesarse. En este caso hablamos del amor y la ternura. Hay que copiar la despedida entre Ferdinando y Molly, la prostituta que lo mantenía en los Estados:

«-Ya vas a encontrarte lejos, Ferdinand. Ya estás haciendo, ¿no es cierto amigo mío? lo que más te gusta. Y esto es en realidad lo más importante... Esto es lo único que cuenta en este mundo...

El tren entraba en la estación. Yo no me sentí muy contento con mi nueva aventura cuando vi la locomotora. Molly estaba allí, mirándome. Yo la besé con todo el valor que aún me quedaba en el esqueleto. Tenía pena, pena verdadera, por una sola vez, por todo el mundo, por mí, por ella, por todos los hombres.

Y esto es quizá lo que se busca a través de la vida; nada más que esto: el más grande sufrimiento posible a fin de llegar a ser uno mismo antes de morir.

Muchos años han transcurrido ya desde el día de aquel viaje, años y años... Yo he escrito frecuentemente a Detroit y también a otros sitios, a todas las direcciones que yo podía recordar, a todos los lugares donde podían conocerla, o darme razón de ella. Nunca recibía la anhelada respuesta.

En la actualidad aquella casa está clausurada. Es todo lo que yo he podido saber. ¡Nobilísima, encantadora Molly! Yo quiero que si ella puede leer alguna vez esto que escribo en un lugar cualquiera, desconocido para mí, sepa con toda evidencia que yo no he cambiado para ella; que la amo todavía y para siempre, a mi manera; que ella puede venir hacia mí cuando quiera a participar de mi techo y de mi furtivo destino. Si ella no es ya bonita, como era, pues bien: eso no tiene la menor importancia. Ya nos arreglaremos. Yo he podido guardar tanta belleza de ella en mí mismo, tan vívida, tan cálida, que tengo bastante para los dos y por lo menos para veinte años aún; el tiempo de acabar para siempre...