sábado

¡QUÉ LÁSTIMA!

Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
¡Con que extraña dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran responsables.
-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se veían.
-A ver caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...
-¿Es forastero el señor?
- Es verdá. Vengo de Santa Escilda. Y medio ando por encontrar conchabo
en la curtiembre de los Bastos.
-Buena gente, sin despreciar... ¡Salú!
Y alzó el vaso amarillo.
Entro un perrito a la taberna. Y tras él una mujer muy llamativamente acicalada que, mientras adquiría, buscó inútilmente con los ojos la mirada de los que estaban allí.
-¡Este hombre es muy gente!- pensaba Sosa.
Y comprendió que estimaba al desconocido con un cariño sin tiempo.
Cuando la joven se retiró sin haber conseguido ni por un momento atraer la atención de los amigos, Sosa se había alejado un poco de sus pensamientos, pues le andaban en la mente un carrito de pértigo y una yegua tordilla sobre la cual se vio al momento salir del monte con una carga muy grande. Con ahinco trató echar las imágenes por lo menos dentro del monte, otra vez. Pero infructuosamente. Tuvo que volver, pues, con ellos, al hombre que tenía la frente. Y dijo, al principio sin saber a dónde iría a parar; después, desde una grave firmeza.
-Yo tengo un carro y una yegua, caballero... Me la rebusco monteando y vendiendo leña en el centro. Yo, el carro y la yegua estamos a la disposición.
-Se agradece en lo que vale. ¡Salú!
Se alzaron los vasos inseguros.
Sobre el mostrador pendía la lámpara. Las sombras de los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebían caña. Sosa sentía algo imposible e expresar, pero que era como el desarrollo de aquél “¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!”, que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “¡Qué lástima!” sólo, que crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor.
Con el índice mesaba los pelos del bigote contra ambos lados del labio.
Se oyó el pitar de un silbato. Otros, lejos, sonaron también. De la calle llegaron voces. Y una voz de mujer, clara y metálica. Más atrás, del fondo de la noche, ladridos. Y el jadeo de una locomotora.
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendaba, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, Ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El negro vaciló, parpadeando. Se alejaba de las palabras de la muchacha.
Pero continuó por su cuenta, atraído como por una voz que lo llamaba desde el fondo de su ser: “Y cuando no hay nada al lado, cuando no hay nadie, nadie al lado, entonces se piensa en cuando la niñez. ¿Tan linda que era!”
Algún recuerdo muy hundido fue tocado por esta frase, pero la conciencia manoteó de nuevo, por suerte, la imagen de la muchacha, y, con ello, las verdaderas palabras a revelar en la carta hicieron presente su expectación. Lo que debía seguir era: “Voy a comprarme una pollera azul y un saquito blanco...”.
Esto, pues, lo volvió por entero a la realidad. Allí fue dónde el negro quedó en desazón. Inclinó a un costado el sombrero. Sin verlos, miró a los dos largos parroquianos. Dejó la pluma. Se quitó los lentes. Llevó a los labios su gran “vaso particular”. La vista le oscilaba.
-Otra vuelta, haga el bien.
Estaban bastante cargados. El tabernero sirvió y tornó a su pequeña mesa.
Y por no recordar el acongojante giro que había tomado la misiva, comenzó a turbarse con cosas menos embargadoras. Las manazas sobre el manchado pliego de papel, ante el temor reciente y bienhechor a un pedido de fiado o a una fuga intempestiva o a un seco “Aquí no pagamos nada y se acabó”, él se puso en guardia.
-Yo en seguida me di cuenta, Juan Pedro, que usté era una persona gente confiaba con ternura Sosa al que acababa de revelarle el nombre.
Juan Pedro sonreía. Y posaba en su reciente amigo, alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo –como el pantalón de él, sí, si él no tuviera botas-, posaba una mirada tan dulce que casi no miraba nada.
Y vuelta a aparecérsele a Sosa el carro y la yegua Tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora ufano y dichoso, hacia su compañero.
-Usté, Juan Pedro, cuando quiera la yegua, va a mi casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
-Usté, cuando la precise, va, no más, a mi casa y saca la yegua... Y si yo no estoy, la saca lo mismo.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Y arrolló la realidad. Y salió al otro lado, terriblemente amoroso, diciendo:
Y si la yegua no está... ¡usted la saca, lo mismo!
Esto de sacar la yegua aunque la yegua no estuviera, conmovió hasta el estremecimiento a Juan Pedro. No advirtió que faltaría la yegua. O le pareció que la yegua podía estar ó no estar. Porque lo cierto es que ”si la yegua no está, la saca lo mismo”, se le quedó bien grabado y era lo único que permanecía firme entre cosas que comenzaban a tambalearse.
Volvió a mirar a su amigo. Pero apenas si lo veía. Se veía él, él solo, ya hasta la perenne sonrisa se le daba vuelta. Como si le hubiera hecho convexa. Se quería a sí mismo, ahora, y ascendía en alas de su amor, sobre los mundos.
Llevándose la mano a la cara, comenzó a acariciarse la sonrisa.
-La yegua es suya, amigo Juan Pedro- seguía Sosa por su lado, implacablemente generoso, con los ojos apagándosele.
Juan Pedro, que no pudo soportar sino por breve tiempo su delirio, había posado otra vez en la tierra, ahora contrito. ¿Qué podía dar él en retribución a aquel corazón fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan Pedro tenía ganas de llorar. Cierto caballo de que una vez fue dueño de pronto se le apareció y espantó su sonrisa. Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque, por desgracia, ¿para qué quería caballo en aquél pequeño villorrio? Cuando comprendió para que lo quería –para quererlo, precisamente- era ya tarde. Se había gastado la plata en las pulperías. Y el caballo zaino siguió con un tropero hacia “La Tablada”, allá tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y volvió a cruzar como al mes. Hasta que caballo y tropero desaparecieron. ¡El, él lo había vendido! ¡Aquel caballo amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y él a veces, no plata tenía para emborracharse a cada pasada. Y sobre todo cuando ya no pasó más. Ni en un mes, ni en dos: nunca, nunca más.
-La yegua es suya...
-¡No compañero! ¿La yegua no es mía, es suya!- El negro, con inquietud, se acomodó el sombrero y, a una señal de Sosa, trajo otra vuelta.
-Es suya digo
-¡ No, no, Sosa! ¡No, no! ¡Es suya!
-¡Es suya, amigo!
-¡No, Sosa, no!
Y la mirada se le mojaba de lágrimas.
-Vamos, compañero, la yegua es suya.
-¡No, no es mía; no es mía!
-Es que usté no me entiende lo que le quiero decir- advirtió Sosa, por fin.
Bebió un trago, chupó, sin advertir que inútilmente, la apagada colilla y explicó, recalcando las palabras:
-Yo, lo que le quiero decir, es que la yegua es suya.
Juan Pedro, vencido, abrió los brazos. Y los dos amigos, tan altos y flacos, de botas el uno, de alpargatas el otro, se estrecharon palmoteándose suavemente las espaldas, bajo los ojos del negro cuyo espíritu había caído en la conversación como en un remolino y no hallaba nada en que agarrarse.
Un indio que entraba desaprensivamente a la taberna se detuvo bruscamente. Pero convencido de que aquello no era pelea, se aproximó al mostrador, pidió y bebió sin respirar.
-¿Y qué es de esa preciosa vida?
-Bien, por el momento- contestó el negro después de un silencio, porque la pregunta le tardó en llegar y la respuesta en salir.
De inmediato, sin embargo, tuvo la sensación de que lo habían sacado como de un sumidero.
Salió el indio. Ya en la calle su voz se oyó entre risotadas.
¡Como ladraban los perros, lejos desde el fondo de la noche!
-¡Yo soy así! ¡Yo soy así!- sostenía Sosa golpeándose el pecho frenético de dicha.
Ahora si lo había empezado a ver otra vez Juan Pedro. Medio borroso, pero lo veía. Percibía el bigote de Sosa, sus pantalones por encima del tobillo, sus alpargatas. ¡Era tan extraño aquello! El no le miraba más que la parte superior del cuerpo. Y lo veía, sin embargo, hasta los pantalones y las alpargatas.
Ya no podían más de caña.
-¿Qué le parece... si saliéramos... un poco... a refrescarnos... y después volvemos... a tomar?
Juan Pedro aceptó con un cabeceo. El tabernero se caló los lentes, echó atrás el sombrero y sumó. Sucesivas rectificaciones fueron contraproducentes. A cada vez el resultado era distinto. Se sacó el sombrero. Llevó al mostrador su “vaso particular” y le bebió el último sorbo. Su cabeza de grises motas volvió a inclinarse. Después de aquel breve descanso se resolvió a sumar por última vez y a tomar aquel resultado como definitivo. Con la conciencia ya más firme dio a cada cual su vuelto. Pero perdió pie de nuevo cuando oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:
-¿Vamos saliendo, Juan Pedro?
El espíritu del negro, quien ya se acomodaba otra vez el sombrero, flotó un momento en el vacío. Y como el ventarrón a una hojita, así se lo llevó lejos lo que, desde la puerta, al rodear con el brazo el cuello de su camarada, exclamó Sosa:
-¡Cuidado, Sosa, cuidado con el escalón!
Sin mirar, el negro vio la mesa, el lapicero, la carta. Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en el fondo de aquello donde ladraban, ladraban los perros...
Se sacó le sombrero.

domingo

EL HOMBRE PÁLIDO

Todo el día estuvo toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.
A eso del atardecer, entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó a su cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos a medias en sus nidos de paja y de pluma.
En el rancho de Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija.
El capataz de tropa de don Clemente Farías, había marchado para “adentro” hacía una semana.
En la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho empapado y el sombrero como trapo por el aguacero.
-¡León! ¡León! ¡Fuera! Entre para acá- gritó Elvira.
-¿Quién es?- preguntó la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.
-No lo conozco.
La joven volvió al lado de su madre y quedó expectante.
-Buenas tardes.
Agachándose –la puerta era muy baja-, el hombre entró.
-Buenas. Siéntese. ¿Lo ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y arrimeló al fogón.
-Sí, es mejor. Aquí, no más.
El hombre colgó su poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después se sentó en un banco.
-¿Viene de lejos? -curioseó la madre.
-De Belastiquí.
-¿Y va?
-Pa l’estancia’e Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche...
-Comodidá no tenemos ... puede traer su recao y dormir aquí, en todo
caso.
-¡Como no!... Estoy acostumbrao.
La muchacha, ahora acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón.
Es que cada vez más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar a nadie...
La vieja le interrumpió sus pensamientos diciendo:
-A ver, aprontá un mate.
Y siguió revolviendo la mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba el perro y retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo.
Elvira tiró la yerba vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un poco de agua tibia para que se hinchara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al desconocido. Este la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía porqué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como chispas.
Se dio cuenta de que él la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha...
¡Oh, sí!, había que cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda.
Brillante y negro el pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extraña en quien la miraba, entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan real, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones...
Embebecido cada vez más en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba asustada. Entonces, algo le pasó también a él.
Su mano vacilaba ahora al tenerla para recibir o entregar el mate.
Elvira iba entre tanto poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silenciosos a comer. Concluída la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido.
-¡Mesmo qu`el hombre!- pensó éste.
Y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Elvira.
Cuando terminaron la tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.
-Su poncho no se ha secao. Hasta mañana, si Dios quiere.
-Se agradece.
-¡Buenas noches!- deseó la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja.
-Buenas.
Las dos mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó la luz...Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar.
El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil.
El fogón, mal apagado, quedó brillando.
II
Un rato después se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama.
A eso de la media noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún. No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo, movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y percibía más claramente el ruido de la lluvia...
En efecto: el hombre, que se echó no más, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua le daba en la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.
Otro hombre le salió al encuentro, el poncho y el sombrero hecho sopa.
Era un negro.
-¿Están las mujeres solas?- preguntó ansioso.
Sombrío el otro respondió:
-Sí
-La plata tiene qu`estar en algún lao. Empecemos.
-No. No empezamos.
-¿Qué hay?
-Hay que yo no quiero.
-¿Qué no querés?
- Sí, que no quiero.
- ¿Pero estás loco?
-Peor pa mí si m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás.
-¿El qué?
-No hay qué que te valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí, menos.
-¡Hum! Si te salieran en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha entrao por hacerte el angelito.
-Nadie habla aquí de bondá. Digo que no se me antoja y se acabó.
-Peor pa vos. Iré yo solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres!
-Es que vos tampoco vas a ir.
-¿Desde cuando es mi tutor el que habla?
-Desde que tengo la tutora- bramó el interpelado tanteándose la daga.
-¡Ah! ¿Querés peliar? ¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido.
Venite no más- y desenvainó su cuchillo.
-¡Callate, negro de los diablos!- rugió el otro yéndosele arriba.
A la luz de los relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda, fue haciendo un círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro dio un salto. Pero se resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el vientre y se le hundió en el tórax.
-¡Jesús, mama!- exclamó el negro.
Fue lo único que dijo. La muerte le tapó la boca.
El otro, en las mismas ropas del difunto limpió su daga. Después enderezó chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito.
-¡Pucha que había sido cargoso el negro!- murmuraba- ¡Le decía que no, y el que sí, y yo que no, y dale! ¡Estaba emperrao!...
La lluvia, gruesa, helada, seguía cayendo.

Imaginares


Cuando se eleve la noche
penetrando en la sombra
de una razón dormida

el mar parecerá un monte
rodeado de secuencias
un grito circular bajo la osificación

carcomiendo los sentidos glorificados
en que se cifra la esperanza
de remotas estrellas.

lunes

Rodríguez

Fue el último cuento que escribió Paco Espínola y se publicó por primera vez en la revista Asir en 1958. Consignado a ser preferido de la crítica y a alcanzar el más acorde entusiasmo fue, paradójicamente, recibido con displicencia en el momento de su circulación.
El cuento que se inserta en la gran práctica evangélica y medieval de las tentaciones del diablo, reconoce, asimismo, a una tradición criolla que Espínola ambicionó concebir extendiendo la serie con otros cuentos de diablo que, posteriormente, no escribió.
"Es el mismo diablo que ya no embroma a nadie entre las multitudes del siglo XI europeo. Con el culto a María Mediatriz, absolutamente popular y merecedor de la alarma de los Padres de la Iglesia, comenzó a hacerse sentir un concepto corrosivo sobre el Más Allá, que se esfumó después, yo no sé cómo. Ahí, en esa época, más o menos, las muchedumbres exteriorizaron su sentir de que el hombre no es responsable absoluto de sus actos. Vale decir: que los malos no lo son tanto como por sus acciones lo parecen. Entonces, si esto es así, ¿cómo puede haber Infierno, punición para la eternidad? El hombre inocente y sencillo de los campos y de los alrededores no se resignaba a ello. Pero se hallaba entre la espada y la pared. Infierno tiene que haber: es un dogma; no se puede discutir su existencia. Pues, entonces, no debiera haber hombres adentro. (...) Así, ocurre que el Infierno no existe, está lleno de tachos con aceite hirviente y de llamas; pero no hay ningún hombre".
Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento, y se le apareó. Desmirriado era el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían.
A Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? - le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista entre las orejas de su zaino, fija.
-¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor le lanzaba, también al sesgo, una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se contrajo al hallar la del otro y, de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?... Decí, Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, mas se quedó sin respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del zaino, escupió.
-Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez -seguía el ofertante mientras, en el mejor de los mundos, se atusaba, sin tocarse la cara, una guía del bigote-. Te puedo poner a tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o coronel. General, no, Rodríguez, porque esos puestos los tengo reservados. Pero de ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la mirada hacia adelante, Rodríguez.
-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes, usted! -fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como por el estupor. Se acariciaba la barba. De reojo miró dos o tres veces al otro... Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció que se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había fugado lejos, cada cual con su ruido.
A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó por el costado del poncho con tabaquera y con chala. Sin abandonar el trote se puso a liar. Entonces, en brusca resolución, el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro, que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate, en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora si, había pasmado a Rodríguez y, no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse, manoteó una rama de tala y señaló, soberbio:
-¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de la tan flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido del propósito, fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba, se adelantó a la intención y, dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el oscuro:
¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
-Esas son pruebas -murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría. Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto? Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez! -se prolongó, casi hecho imploración, en la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.