martes

Dos palabras - Alfonsina Storni

Esta noche al oído me has dicho dos palabras
Comunes. Dos palabras cansadas
De ser dichas. Palabras
Que de viejas son nuevas.

Dos palabras tan dulces que la luna que andaba
Filtrando entre las ramas
Se detuvo en mi boca. Tan dulces dos palabras
Que una hormiga pasea por mi cuello y no intento
Moverme para echarla.

Tan dulces dos palabras
¿Que digo sin quererlo? ¡oh, qué bella, la vida!
Tan dulces y tan mansas
Que aceites olorosos sobre el cuerpo derraman.

Tan dulces y tan bellas
Que nerviosos, mis dedos,
Se mueven hacia el cielo imitando tijeras.
Oh, mis dedos quisieran
Cortar estrellas.

Alfonsina Storni
Sala Capriasca, Suiza, 22 o 29 de mayo de 1892–Mar del Plata, Argentina, 25 de octubre de 1938

sábado

Pobrezas

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen tiempo para perder el tiempo.

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen silencio ni pueden comprarlo.

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen piernas que se han olvidado de caminar,
como las alas de las gallinas se han olvidado de volar.

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que comen basura y pagan por ella como si fuese comida.

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen el derecho de respirar mierda,
como si fuera aire, sin pagar nada por ella.

Pobres,
lo que se dice pobres
son los que no tienen más libertad de elegir entre uno y otro canal de televisión.

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que viven dramas pasionales con las máquinas.

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que son siempre muchos y están siempre solos.

Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no saben que son pobres.

Eduardo Galeano

Recordando a Francisco Solano López

Francisco Solano López, fue uno de los más grandes dibujantes de historietas, con El Eternauta dio imagen no solo al guión del mítico Héctor Oesterheld sino que marcará a generaciones que encuentran en cada uno de sus trazos la identidad argentina.
Por Lawrence Garfield
Recordando a Francisco Solano LópezLa madrugada del 12 de Agosto de 2011 fue testigo de la muerte de Francisco Solano López, mundialmente conocido por ser el dibujante de El Eternauta y por ser uno de los dibujantes ícono de la historia argentina.

A los 83 años, lejos ya de los días de gloria que durante la década el 60 lo unieron a Héctor Oesterheld para crear la que quizás sea la mejor obra de ciencia ficción en castellano jamás contada: El Eternauta.

Nacido en 1928, Francisco Solano López empezó a dibujar profesionalmente en el año 1953, en la Editorial Columbia para más tarde ingresar a la Editorial Abril donde formó rápidamente, debido a su talento y esfuerzo personal, una gran reputación de dibujante de historietas (comics) especialmente de aventuras. Es por entonces que conoce a Héctor Oesterheld con el que en un principio realizaría un impecable trabajo en las injustamente olvidadas Uma-Uma y Bull Rockets.

Es sin embargo en el año 1957, que en medio de la proscripción peronista Oesterheld decide fundar su propia editorial y convoca a Solano López para completar la dupla que cambiaría para siempre el mundo de las historietas nacionales. Publicadas en las revistas Hora Cero y Frontera, la dupla da vida a Rolo el Marciano Adoptivo, Amapola Negra, Joe Zonda, Rul de la Luna y finalmente al que representó la cima creativa de este equipo de autor/dibujante: El Eternauta.

Francisco Solano López diseñó para El Eternauta una Buenos Aires moderna, lejos de los clichés de malevos y tango, manteniendo la oscuridad propia del porteño efectuó un diseño de personajes basándose en los protagonistas de las calles de Buenos Aires que para ese entonces era una de las ciudades más distinguidas del mundo. Así los cascarudos son identificables rápidamente con los automóviles negros que invadían las calles de los barrios, mientras que los Gurdos son fácilmente asociables a los colectivos de finales de los 50.

Encontrando su máxima expresión estética en la soledad de una Buenos Aires nevada, que se muestra inhóspita para Juan Salvo, este hombre común deberá volverse héroe para salvar a su familia y tendrá que renunciar al tiempo para recuperarla. Rasgos marcados y una expresión contenida identifican al personaje que Solano López creó con su pluma, más allá del traje de súper héroe es su expresión lo que lo identifica con el hombre que perdió todo y está dispuesto a enfrentar a los invasores (a los ellos) para recuperar su forma de vida representada por su hija, su esposa, su casa y sus amigos.

El éxito artístico obtenido permite a Francisco Solano López empezar a trabajar con la editorial inglesa Fleetway que lo absorbe y aleja de la Argentina hasta el año 1968, cuando decide volver al país y publicar nuevamente en Columbia.

En 1976 la Editorial Record le propone crear la segunda parte de El Eternauta y junto con Ricardo Barreiro comienza la saga de Slot Barr.

Los tiempos políticos de la Argentina ya eran otros, y la desaparición de Héctor Oesterheld obligan a Solano López al exilio permanente España donde termina Slott Barr y, junto a su hijo Gabriel, la saga Ana y las Historias Tristes.

En 1994 se traslada a Rio de Janeiro donde efectúa colaboraciones con editoriales norteamericanas como Dark Horse y Fantagraphics, sin abandonar a Ricardo Barreiro, dando vida a obras como Ministerio, El Instituto, el Televisor y otras.

En 1995 Solano López retorna nuevamente a Argentina y bajo contrato con editoriales norteamericanas explorar el género erótico y en 1997 retoma un aggiornado Eternauta.

Unos de sus últimos trabajos son Los Internautas, que fueron publicados en el suplemento de informática del Diario Clarín de Buenos Aires.

Hoy murió Francisco Solano López que fue artista de la historieta nacional, su obra marcó la estética de Buenos Aires y la angustia del ser argentino que debió luchar contra una invasión cultural efectuada por un enemigo desconocido que transformó a El Eternauta en un “comic”.

Fuente: eleternauta.com

Facundo Cabral

Como los budistas, sé que la palabra no es el hecho, si digo “manzana” no es la maravilla innombrable que enamora el verano, Si digo “árbol”, apenas me acerco a lo que saben las aves; el caballo siempre fue y será lo que es sin saber que así lo nombro.

Sé que la palabra no es el hecho, pero sí se que un día mi padre bajó de la montaña y dijo unas palabras al oído de mi madre, y la incendió de tal manera que hasta aquí he llegado yo, continuando el poema que mi padre comenzó con algunas palabras.

Nacemos para encontrarnos (la vida es el arte del encuentro), encontrarnos para confirmar que la humanidad es una sola familia y que habitamos un país llamado Tierra. Somos hijos del amor, por lo tanto nacemos para la felicidad (fuera de la felicidad son todos pretextos), y debemos ser felices también por nuestros hijos, porque no hay nada mejor que recordar padres felices.

Hay tantas cosas para gozar y nuestro paso por la Tierra es tan corto, que sufrir es una pérdida de tiempo. Además, el universo siempre está dispuesto a complacernos, por eso estamos rodeados de buenas noticias. Cada mañana es una buena noticia. Cada niño que nace es una buena noticia, cada cantor es una buena noticia, porque cada cantor es un soldado menos, por eso hay que cuidarse del que no canta porque algo esconde.

Eso lo aprendí de mi madre que fue la primera buena noticia que conocí.

Se llamaba Sara y nunca pudo ser inteligente porque cada vez que estaba por aprender algo llegaba la felicidad y la distraía, nunca usó agenda porque sólo hacía lo que amaba, y eso se lo recordaba el corazón. Se dedicó a vivir y no le quedaba tiempo para hacer otra cosa.

De mi madre también aprendí que nunca es tarde, que siempre se puede empezar de nuevo, ahora mismo, le puedes decir basta a la mujer (o al hombre) que ya no amas, al trabajo que odias, a las cosas que te encadenan a la tarjeta de crédito, a los noticieros que te envenenan desde la mañana, a los que quieren dirigir tu vida, ahora mismo le puedes decir “basta” al miedo que heredaste, porque la vida es aquí y ahora mismo.

Me he transformado en un hombre libre (como debe ser), es decir que mi vida se ha transformado en una fiesta que vivo, en todo el mundo, desde la austeridad del frío patagónico a la lujuria del Caribe, desde la lúcida locura de Manhattan al misterio que enriquece a la India, donde la Madre Teresa sabe que debemos dar hasta que duela.

Caminando comprobé que nos vamos encontrando con el otro, lenta, misteriosa, sensualmente, porque lo que teje esta red revolucionaria es la poesía. Ella nos lleva de la mano y debajo de la luna, hasta los últimos rincones del mundo, donde nos espera el compinche, uno más, el que continúa la línea que será un círculo que abarcará el planeta. Esta es la revolución fundamental, el revolucionarse instantaneamente para armonizar con la vida, que es cambio permanente, por eso nos vamos encontrando fatalmente para iluminar cada rincón.

martes

Jorge Luis Borges

Ajedrez

I

En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?


Jorge Luis Borges
(Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 – Ginebra, 14 de junio de 1986)

jueves

ERNESTO SABATO

A medida que nos acercamos a la muerte, también nos inclinamos hacia la tierra. Pero no a la tierra en general sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pero tan querido, tan añorado pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia. Y porque allí dio comienzo el duro aprendizaje, permanece amparado en la memoria. Melancólicamente rememoro ese universo remoto y lejano, ahora condensado en un rostro, en una humilde plaza, en una calle.

Siempre he añorado los ritos de mi niñez con sus Reyes Magos que ya no existen más. Ahora, hasta en los países tropicales, los reemplazan con esos pobres diablos disfrazados de Santa Claus, con pieles polares, sus barbas largas y blancas, como la nieve de donde simulan que vienen. No, estoy hablando de los Reyes Magos que en mi infancia, en mi pueblo de campo' venían misteriosamente cuando ya todos los chiquitos estábamos dormidos, para dejarnos en nuestros zapatos algo muy deseado; también en las familias pobres, en que apenas dejaban un juguete de lata, o unos pocos caramelos, o alguna tijerita de juguete para que una nena pudiera imitar a su madre costurera, cortando vestiditos para una muñeca de trapo.

Hoy a esos Reyes Magos les pediría sólo una cosa: que me volvieran a ese tiempo en que creía en ellos, a esa remota infancia, hace mil años, cuando me dormía anhelando su llegada en los milagrosos camellos, capaces de atravesar muros y hasta de pasar por las hendiduras de las puertas —porque así nos explicaba mamá que podían hacerlo—, silenciosos y llenos de amor. Esos seres que ansiábamos ver, tardándonos en dormir, hasta que el invencible sueño de todos los chiquitos podía más que nuestra ansiedad. Sí, querría que me devolvieran aquella espera, aquel candor. Sé que es mucho pedir, un imposible sueño, la irrecuperable magia de mi niñez con sus navidades y cumpleaños infantiles, el rumor de las chicharras en las siestas de verano. Al caer la tarde, mamá me enviaba a la casa de Misia Escolástica, la Señorita Mayor; momentos del rito de las golosinas y las galletitas Lola, a cambio del recado de siempre: «Manda decir mamá que cómo está y muchos recuerdos». Cosas así, no grandes, sino pequeñas y modestísimas cosas.

Sí, querría que me devolvieran a esa época cuando los cuentos comenzaban «Había una vez...» y, con la fe absoluta de los niños, uno era inmediatamente elevado a una misteriosa realidad. O aquel conmovedor ritual, cuando llegaba la visita de los grandes circos que ocupaban la Plaza España y con silencio contemplábamos los actos de magia, y el número del domador que se encerraba con su león en una jaula ubicada a lo largo del picadero. Y el clown, Scarpini y Bertoldito, que gustaba de los papeles trágicos, hasta que una noche, cuando interpretaba Espectros, se envenenó en escena mientras el público inocentemente aplaudía. Al levantar el telón lo encontraron muerto, y su mujer, Angelita Alarcón, gran acróbata, lloraba abrazando desconsoladamente su cuerpo.

Lo rememoro siempre que contemplo los payasos que pintó Rouault: esos pobres bufones que, al terminar su parte, en la soledad del carromato se quitan las lentejuelas y regresan a la opacidad de lo cotidiano, donde los ancianos sabemos que la vida es imperfecta, que las historias infantiles con Buenos y Malvados, Justicia e Injusticia, Verdad y Mentira, son finalmente nada más que eso: inocentes sueños. La dura realidad es una desoladora confusión de hermosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades.

En la soledad de mi estudio contemplo el reloj que perteneció a mi padre, la vieja máquina de coser New Home de mamá, una jarrita de plata y el Colt que tenía papá siempre en su cajón, y que luego fue pasado como herencia al hermano mayor, hasta llegar a mis manos. Me siento entonces un triste testigo de la inevitable transmutación de las cosas que se revisten de una eternidad ajena a los hombres que las usaron. Cuando los sobreviven, vuelven a su inútil condición de objetos y toda la magia, todo el candor, sobrevuela como una fantasmagoría incierta ante la gravedad de lo vivido. Restos de una ilusión, sólo fragmentos de un sueño soñado.

Adolescente sin luz, tu grave pena llorás, tus sueños no volverán, corazón, tu infancia ya terminó.

La tierra de tu niñez quedó para siempre atrás sólo podés recordar, con dolor, los años de su esplendor. Polvo cubre tu cuerpo, nadie escucha tu oración, tus sueños no volverán, corazón, tu infancia ya terminó.

(...)

Fragmento
"Antes del fin"
Ernesto Sábato
24 de junio de 1911 - 30 de abril de 2011

viernes

El hermoso delirio

Si vieras a la que sin ti duerme en un jardín en ruinas en la memoria. Allí yo, ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy debajo de la hierba. No sé los nombres. ¿A quién le dirás que no sabes? Te deseas otra. La otra que eres se desea otra. ¿Qué pasa en la verde alameda? Pasa que no es verde y ni siquiera hay una alameda. Y ahora juega a ser esclava para ocultar tu corona ¿otorgada por quién? ¿quién te ha ungido? ¿quién te ha consagrado? El invisible pueblo de la memoria más vieja. Perdida por propio designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio. En un muro blanco dibujas las alegorías del reposo, y es siempre una reina loca que yace bajo la luna sobre la triste hierba del viejo jardín. Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio.

Alejandra Pizarnik

Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 29 de abril de 1936 - Ibíd., 25 de septiembre de 1972)

jueves

Quijano era "Marcha"

La primera vez que vi a Quijano fue en su despacho de abogado mientras planeábamos la salida de Marcha. Era a principios del año 39 después de las vergüénzas de Munich y del Comité de No Intervención. La última vez fue en la cárcel, hermanados por una acusación de pornógrafos.

Corno bien saben los restantes países civilizados, el Urugay se divide en dos: Blancos y Colorados. Los colores no responden a caprichos cromáticos sino que se originan en una lucha de caudillos: Don Frutos Rivera, colorado él contra don Manuel Oribe, blanco él. Del primero puedo decir, corno aporte histórico que tuvo corno secretario a don Pedro Onetti, que sí sabía leer y escribir. Era mi bisabuelo, pero estas virtudes no son hereditarias. De Oribe debo destacar su manía ordenancista y el extraño prejuicio de condenar las distracciones de los dineros públicos. Si hubiera nacido en México su carrera política habría muerto al nacer. Fue también mandatario de Rosas, el tirano argentino.

Además de los dos grandes partidos fueron surgiendo por democracia o por hambre, el Socialista, el Católico, el Comunista. Pero cualquiera que sea el marbete adoptado allí somos blanco o colorados y siempre de toda la vida de más atrás, de toda la vida de padre y de abuelos. No olvidemos que aquellos a los que tocó por nacimiento ser blancos, lo son "como hueso de bagual", y los que nacieron colorados como "sangre de toro".

Ninguno de los grandes partidos engaña al electorado con distintas plataformas políticas ni con promesas de cumplimiento imposible. Pero ambos están, en definitiva, por el juego limpio, por la convicción de que es el pueblo quien debe elegir sin trapisonda ni espontáneas salvaciones impuestas.

Existió y actuó alguien cuya grandeza continúa flotando muy por encima de lo que el país merece. Se llamaba Artigas. Era incorruptible y supo decir ante los delegados del pueblo oriental: "Mi autoridad cesa ante vuestra presencia soberana".

Agrego que si allá abajo, en mi sur, alguien responde a un inquisidor insolente: "Soy socialista" le dirán: "Claro, ya sé, ¿pero blanco o colorado?" Y si usted contesta a otra posible pregunta no tan dispar: "Soy hincha de Wanderes, viejo y peludo", le dirá que bueno, pero "¿Sos de Peñarol o Nacional?".

Personalmente me consta que los diálogos propuestos ya no funcionan entre los adolescentes de allá, mi sur, aunque no lo cante Ducho.

Vuelvo a Quijano, del que nunca me separé totalmente y siempre admiré por la voluntad de jugarse sin concisiones, imperturbable ante la mediocridad arriba descrita y que estaba condenado a soportar con desprecio. Admiración sí y muy larga, que no aminorará la muerte. Pero no inspiraba cariño. Nunca lo provocó ni lo quiso.

Una vez me habló de su indiferencia por la soledad política que había elegido y se empeñaba en mantener. Y recuerdo su comentario final: "Tal vez se trate de soberbia satánica. No importa".

Pero, angélica o mefistofélica, su soberbia era indudable. Aparte de hijos y parientes y exceptuando al desaparecido Julio Castro, no creo que haya querido a nadie en profundidad. Tal vez tuviera afinidad intelectual con Ardao. Claro que estoy hablando de los tiempos de Marcha semanario, cuan do nos veíamos diariamente.

En todo caso, jamás permitió que nada ni nadie entorpeciera la tara que se había impuesto: la defensa de Latinoamérica contra la agresión permanente de eso que otros llamaron "la gran democracia del norte". Y para cumplir esta tarea fundó y dirigió el semanario Marcha. A Quijano le tocó nacer blanco y muy joven se interesó por la política. Fue elegido diputado y pronto estuvo enfrentado a lo que se llama un porvenir brillante. Pero, supongo, fue obligado a comparar su talento y su cultura con astucias y vivezas de los mandamases cuyas solemnes tonterías debía soportar.

Pensó en iniciar un movimiento de izquierda dentro del partido que ahora se llama Nacional. Fundó un diario que estaba en exceso bien escrito y era pobre y tenía que morir. Aquí supongo una pausa que empleó Quijano en lamer heridas económicas. Hasta que nació Marcha y Marcha fue Quijano y Quijano fue Marcha durante unos muy buenos años de libertad de que disfrutó el país hasta que un decreto firmado por un señor estanciero, de innegable competencia en la cría y trato de bovinos, puso fin para siempre a aquel temible "semanario marxista".

La patria respiró aliviada ante el espantoso peligro conjurado y Quijano se trasladó oportuna y urgentemente para recibir en México una parte de todo lo bueno que merecía y que su país le negaba.

Apartando miserias y como ya dije que Quijano era Marcha, debo escribir algunas líneas sobre el semanario. Para mis compatriotas resultarán pura redundancia aunque recuerden que cada viernes éramos un poquito más felices o menos desdichados. Cuando escribo compatriotas refiero a los que considero como tales. Se trata de cualidades de orden moral que poseen tanto la señora andaluza que hace la limpieza en mi casa como mis grandes amigos españoles, y debo agregar muchas personas que he conocido en los diversos países que visité, tanto en América como en Europa.

lunes

Los archivos de la literatura uruguaya. Juan Carlos Onetti/Mario Benedetti

Correspondencia (1951-1955)
(Artículos de Emir Rodríguez Monegal, Carlos Real de Azúa y David Viñas)
4
Nota preliminar
I

Las cartas intercambiadas entre Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994) y Mario Benedetti (Paso de los Toros, 1920), estaban en poder del último. En noviembre de 1998 Benedetti nos las entregó a fin de que fueran depositadas en el Programa de Documentación en Literaturas Uruguaya y Latinoamericana (PRODLUL), de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, donde se conservan. Durante todos estos años, dos precauciones tomó el ahora célebre autor de Poemas de la oficina: 1) preservar en excelente estado los originales que le remitiera Onetti, desde Buenos Aires a Montevideo; 2) guardar una copia en carbónico de sus propias cartas.

Esta ida y vuelta del canje epistolar no sólo completa el diálogo entre dos escritores fundamentales en un período clave para la literatura rioplatense, sino que asigna a estas piezas un inestimable y raro valor. Primero, porque no es fácil encontrar el circuito de comunicación entero; segundo, porque hasta ahora casi no se han dado a conocer textos de este tipo, de uno u otro. Aún más, a seis años de la muerte de Onetti, no se ha recogido en volumen nada de su correspondencia. Tercero, estas cartas no poseen espesor confesional, en ellas sólo se discute sobre literatura o sobre la vida literaria; por último, la cuidadosa calidad de su escritura expresa una firme conciencia compositiva, la manifestación del placer por el texto más allá de la perentoria comunicación de un mensaje.

La tarea de reconstrucción de ese diálogo se vio facilitada en la medida en que todas las cartas fueron mecanografiadas con prolijidad, a un espacio, sin tachaduras ni borrón alguno. Sólo la firma de los respectivos corresponsales es manuscrita, la cual no existe en las copias guardadas durante tanto tiempo por Benedetti, puesto que sólo rubricó el original remitido a la otra orilla. El lector encontrará en las sesenta notas al pie una serie de aclaraciones, desde la simple descripción del documento hasta la explicación de algunos mensajes algo cifrados y que se desentrañaron luego de revisar las marcas contextuales. Salvo las cartas 2, 7 y 9 -las tres de Mario Benedetti-, las demás carecen de fecha exacta. Faltos de los sobres en que viajaron -y de su correspondiente matasellos- no puede determinarse con exactitud el día y el mes en que se despacharon. Pese a esto, en todos los casos se pudo ubicar con mínimo margen de error el año y hasta el mes en que fueron escritas cada una de las cinco epístolas sin data. Una elocuente ironía disparada por Onetti circula en varias comunicaciones: un día la escritura privada se hará pública, se escribe hoy no tanto para decir algo al interlocutor sino para la "gloria". Se escribe para que en el futuro "los cuervos del Instituto de Investigaciones" escudriñen, cubran de bronce, tergiversen las rectas intenciones del creador, según bromea Onetti a principios de 1952 (Carta 4). Con el mismo espíritu lúdico y con no menos ironía, dirá poco después: "No le escribo a usted, sino a la Patria. (Calcule, de aquí a cien años, a los diez de mi muerte, el brillo o punta que pueden sacarle a la frasecita ésa los muchachos del Instituto" (Carta 6). Pudo haber sido más optimista en sus cálculos, porque menos de medio siglo después, y a un lustro y poco de su muerte, se procura sacar alguna "punta" a las frases, socarronas (y no tanto), de este Onetti que, en el fondo, reclamaba perdurar y ser reapropiado como escritor uruguayo.

Para completar el cuadro se incluyen aquí tres artículos que en aquellos años rodearon el diálogo entre los dos escritores: una entusiasta reseña de Los adioses, por Emir Rodríguez Monegal, publicada en Número; otra menos conocida (y más vitriólica) del argentino David Viñas, aparecida en Contorno, de Buenos Aires y, por último, una breve y equilibrada nota de Carlos Real de Azúa sobre el volumen Esta mañana, divulgada en Escritura. La primera está mencionada expresamente en la última carta de Benedetti; las demás se omitieron en la correspondencia, aunque por cierto no fueron ignoradas por los respectivos autores.

II

La cartas van de una orilla a otra del Plata a lo largo de cuatro años exactos: entre la primera mitad de 1951 y el 18 de abril de 1955. Cuando Onetti mandó de Buenos Aires a la capital uruguaya la primera de sus notas, hacía una década que se encontraba radicado en Argentina. Cuando recibió la última que le enviara Benedetti desde Montevideo, faltaba muy pocos meses para que regresara al país de origen. Por eso el epistolario se interrumpe, ya que a partir de mediados del 55 la convivencia en la misma ciudad permite comunicarse en forma más inmediata y directa, si es que eso se llevó a la práctica.

Por entonces, Carlos Maggi y Manuel Flores Mora presentaron a su maestro Onetti al presidente de la República, Luis Batlle Berres, quien lo llevaría a trabajar como redactor del diario Acción, y después le conseguiría en la Intendencia Municipal de Montevideo el cargo de Director Extra/18, en la Dirección de Artes y Letras (División Bibliotecas). En esa repartición pública se desempeñó desde el 2 de abril de 1957 hasta el 4 de marzo de 1975, salvo los meses en que estuvo detenido por la dictadura. Ese día renunció para salir rumbo a España, de donde nunca más volverá. En Madrid se reencontrará con un Benedetti también exiliado, de quien llegó a ser casi vecino, ya que alcanzaron a vivir a poco menos de quince cuadras. Y aunque Onetti no salía de su apartamento, Benedetti llegó a visitarlo allí en más de una ocasión, sobre todo en los últimos años. Quizá no se frecuentaron demasiado en Montevideo, entre 1955 y 1974 (año en que Benedetti se vio obligado a salir del país) ni en la primera etapa del exilio (1974-1980), pero en ese lapso Benedetti escribió varios artículos sobre la narrativa onettiana, reconociéndola siempre como una de las mayores obras de esta América. Las notas -hasta el golpe del 73- aparecieron en publicaciones periódicas de Uruguay y de otros países latinoamericanos, y fueron recogidas en libro. El último episodio de esa relación literaria ocurrió en Madrid, en marzo de 1993, cuando Benedetti fue uno de los que presentó la última novela de su amigo: Cuando ya no importe.


miércoles

Bienvenido, Bob


Es seguro que cada día estará más viejo, más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.

Igualmente lejos —ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando toso— del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo, escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y duplicar en silencio el silencio y la burla.

A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las bocas de los que hablaban en mi mesa, a aveces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba "querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita", mientas acariciaba las manos de las muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.

Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente —yo estaba de pie recostado contra el piano— empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo.

Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un codo, me moró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: "Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?".

24 DE MARZO

Treinta y cinco años del Golpe militar que derrocó al gobierno peronista en 1976. Es un aniversario para recordar una vez más a los desaparecidos, a los asesinados, a los torturados y exiliados. También para señalar que la dictadura militar tuvo un plan para exterminar a la oposición que no sólo consistió en persecución y muerte, sino en la ejecución de una estrategia para el vaciamiento económico y cultural de la sociedad.
Una de las tantas atrocidades que cometieron los militares y sus cómplices civiles fue la quema de libros que no comenzó en la Argentina del ’76 pero que en el marco de esa política represiva fue para el Proceso una práctica “purificadora” del ser nacional. También hubo otros fuegos que encendieron quienes temían una represalia por tener una biblioteca que los inquisidores podían calificar como “subversiva”. Otro recurso fue tirar libros en inodoros y pozos ciegos o el enterramiento como destino de la literatura y la prensa que podía servir como pretexto para un operativo.
Con la democracia los hijos de aquellos jóvenes lectores de los setenta se enteraron que aún estaban escondidas aquellas bolsas con los ejemplares olvidados junto a la higuera del fondo de la casa. Destruidos por la humedad o convertidos en cenizas, los libros vuelven a las bibliotecas como los cuerpos a la playa después de los vuelos de la muerte.
En 2002 la publicación de Un golpe a los libros, de Hernán Invernizzi y Judith Gociol mostró la trama del aparato represivo en la cultura. Para recrear el clima de aquellos años recurrimos a esa investigación y al testimonio de los protagonistas de la época. Invernizzi asegura que la dictadura militar tuvo un plan concreto y aclara que “no significa que se trataba sólo de un plan de destrucción. Era un proyecto de control, censura y producción de cultura tanto en la educación como en la cultura y la comunicación

viernes

Borges, Cortázar y Onetti encienden Lavapiés

El artista conceptual Joseph Kosuth (Toledo, Ohio, EE UU, 1945) ha iluminado La Casa Encendida con la instalación de unas 60 citas extraídas de obras de los escritores latinoamericanos Jorge Luis Borges (El Aleph), Julio Cortázar (Rayuela) y Juan Carlos Onetti (El astillero). Con el título de Al fin creí entender, se trata de la primera intervención del estadounidense Kosuth en Madrid. La instalación se complementa con el proyecto Located work, con el que ha dirigido la creación de otros seis artistas latinoamericanos: Mario Aguirre, Alexander Apóstol, Hisae Ikenaga, Busto Bocanegra, Sandra Gamarra y Ximena Labra. Kosuth les encargó hace meses que idearan una obra que luego realizaría uno de sus compañeros. De esa inspiración recíproca ha resultado la exposición que se mostrará en La Casa Encendida hasta el 30 de marzo, y que incluye desde un karaoke obrero a un audiovisual con testimonios de 20 inmigrantes de las principales comunidades. Kosuth lo plantea como un diálogo entre escritores y artistas latinoamericanos deslocalizados. A todos les une la lengua, pero todos están lejos de su origen.

Fuente: elpais.com

La Casa Encendida iluminada por Joseph Kosuth-ÁLVARO GARCÍA

sábado

Ella

Cuando Ella murió después de largas semanas de agonía y morfina, de esperanzas, anuncios tristes desmentidos con violencia, el barrio norte cerró sus puertas y ventanas, impuso silencio a su alegría festejada con champán. El más inteligente de ellos aventuró: “Qué quieren que les diga. Para mí, y no suelo equivocarme, esto es como el principio del fin”.

Tantas cosas, pobres millonarios, les había hecho tragar Ella. Y lo triste era que Ella había sido infinitamente más hermosa que las gordas señoras, sus esposas, todavía con olor a bosta como dijo un argentino. Ahora también podían tragarse las sonrisas cordiales con que habían acogido las órdenes y las humillaciones. Porque todos sentían, sin más pruebas que discursos vociferados en la Plaza Mayor, que Ella era, en increíble realidad, más peligrosa que las oscilaciones políticas, económicas y turbias, de Él, el mandatario mandante, el que a todos nos mandaba.

Cuando al fin Ella murió, rematando esperanzas y deseos, estábamos a fin de julio; en una fecha abundante en crueldades, en frío, viento, aguacero. De los cielos negros de nubes y noche, caía una lluvia lenta, implacable, en agujas que amenazaban ser eternas. Se desinteresaban de abrigos y pieles humanas para empapar sin dilaciones huesos y tuétanos.

La humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un sólo culpable y éste no podía ser nombrado aunque dueño del frío, de la lluvia, el viento y la desgracia.

Según la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que las escrita y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la cama de la moribunda. Y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene sus límites.

Y en la planta baja, impaciente, paseándose, atendiendo las preguntas telefónicas que le hacían los periodistas amigos o dadivosos, había otro hombre, tal vez también médico, aunque esto no tenga la menor importancia.

Era un catalán, embalsamador de profesión conocida y llamado por Él desde hacia un mes para evitar que el cuerpo de la enferma siguiera el destino de toda carne.

Y había una lucha silenciosa pero tenaz entre los cinco de arriba y el solitario de abajo. Porque si éste sólo creía con distracción en la Virgen de Montserrat, los de encima, estaban divididos entre la de Luján, la de La Rioja, la de las Siete Llagas, entre la de San Telmo y la del Socorro. Pero coincidían en lo fundamental, en la Santa Iglesia Apostólica Romana. Y creían en los eructos dominicales de los curas.

Para cumplir lo contratado con Él, el embalsamador catalán tenía que aplicar una primera inyección al cadáver media hora antes de ser decretado tal. Los pertinaces creyentes del piso superior se oponían a toda intención de embalsamar, pese a que el contratado catalán había repartido generoso pruebas indiscutibles de su talento. Recuerdo la foto, en un folleto, de un niño muerto a los doce años, plácidamente colocado en un sillón y luciendo un traje marinero impecable. Lo exhibían cada vez que la momia hubiera tenido que cumplir años ––él se burlaba, el tiempo no existía, sus mejillas seguían rosadas y sus ojos de vidrio brillaban con malicia–– cuando inexorablemente, cumplía una fecha de muerto. Dos veces al año ocupaba el puesto de honor y los parientes que le iban quedando ––el tiempo existía–– lo rodeaban tomando té con pasteles y alguna copita de anís.

Se oponían a la primera e imprescindible inyección. Porque la Santa Fe que los aunaba repartía almas para que escucharan eternamente música de ángeles que jamás cambiarían de pentagrama ––o tal vez sus cabecitas equívocas las hubieran grabado–– o para disfrutar suplicios nunca concebidos por un policía terrestre.

De modo que, cuando aquellos litros de morfina dejaron de respirar, se miraron asintiendo y consultaron relojes. Eran las veinte en punto. Alguno encendió un cigarrillo, otros rindieron sus fatigas a los sillones.

Ahora esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos. Porque la Santa Iglesia les ordenaba respirar cadaverina, hediondez casi enseguida, y adivinar la fatigosa tarea de siete generaciones de gusanos. Todo esto adecuado a los gustos de Dios que respetaban y temían. Los minutos pasan pronto cuando un diplomado vela por su fe.

Emilio, el más obediente a las manifestaciones indudables de la Divinidad, dijo:

––Che, aumentá la calefacción.

Más tarde, resolvieron bajar para dar la noticia, triste y esperada.

Él estaba cenando y asintió con la cabeza. Luego agradeció los servicios prestados y rogó que le fueran enviados los honorarios. Después señaló con un dedo a uno cualquiera de los uniformados y le ordenó ordenar a las radios, primicia para la suya, que difundieran la noticia.

Y quedó así, rehecha, corregida, discutida: “El Ministerio de Información y Propaganda cumple con el doloroso deber de anunciar que a las veinte y veinticinco Ella pasó a la inmortalidad”.

El médico catalán subió los escalones de dos en dos, molestado por su pequeña maleta. Preparó, la inyección y estuvo consternado palpando la frialdad del cuerpo.

Las puertas no se abrían y la multitud comenzó a porfiar y moverse. Los policías dejaron de ofrecer vasitos de café enfriado y de inmediato aparecieron vendedores de chorizos, de pasteles, de refrescos entibiados, de maníes, de frutas secas, de chocolatines. Poco ganaron porque el primer contingente comenzó a llegar a las nueve de la noche y provenía de barriadas desconocidas por los habitantes de la Gran Aldea, de villas miseria, de ranchos de lata, de cajones de automóviles, de cuevas, de la tierra misma, ya barro. Ensuciaron la ciudad silenciosos y sin inhibiciones, encendían velas en cuanta concavidad ofrecieran las paredes de la avenida, en los mármoles de ascenso a portales clausurados. A algunas llamas las respetaban las lluvias y el viento; a otras no. Allí fijaban estampas o recortes de revistas y periódicos que reproducían infieles la belleza extraordinaria de la difunta, ahora perdida para siempre.

A las diez de la mañana les permitieron avanzar unos metros cada media hora, y pudieron atravesar la puerta del Ministerio, en grupos de cinco, empujados y golpeados, los golpes preferidos por los milicos eran los rodillazos buscando lo ovarios, santo remedio para la histeria.

A mediodía corrió la voz de cuadra en cuadra, metros y metros de cola de lento avanzar: “Tiene la frente verde. Cierran para pintarla”.

Y fue el rumor más aceptado porque, aunque mentiroso, encajaba a la perfección para los miles y miles de necrófilos murmurantes y enlutados.

Juan Carlos Onetti

miércoles

Juan Carlos Onetti: Una vida soñada

El “boom” latinoamericano de los años 1960, y su importante resonancia mediática, tuvo el efecto colateral de recuperar a una serie de autores de generaciones anteriores –Borges, Carpentier y Rulfo, sobre todo– que pueden estimarse con toda justicia sus precursores. A esta tríada podría añadirse el nombre de Juan Carlos Onetti, un “maldito” de las letras uruguayas, incómodo durante muchos años para los estamentos literarios oficiales, pero cuyo legado narrativo –desde su abundante cuentística a su cohesionada producción novelesca, cimentada en torno a un territorio mítico, Santa María– ha terminado colocándolo como un clásico contemporáneo indiscutido.
Onetti tiene hoy entre sus mayores valedores a Mario Vargas Llosa (que consideraba su ópera prima, El pozo, la primera novela hispanoamericana moderna). Y, entre los escritores españoles, lo reverencian autores tan diversos como Antonio Muñoz Molina (prologuista de algunos de sus títulos), Félix de Azúa (que ha comparado su prosa alucinatoria con la de Malcolm Lowry) e Ignacio Vidal Folch (que le hizo un espléndido retrato-entrevista en el volumen Amigos que no he vuelto a ver). A cien años de su nacimiento y a quince de su muerte, Onetti presenta varias singularidades que lo distinguen de muchos de sus compañeros de pluma continentales. Ha sido un relator de crónicas de seres fracasados, varados en un medio urbano, carcomidos por la soledad y, a pesar de todo, aferrados (como leemos en Los adioses) “a un derecho al orgullo”. Onetti se ha formado además en la novela europea y norteamericana de un Céline, un Joyce y sobre todo un Faulkner, y también en incontables relatos policiales (de Hammet a Simenon), y de todos ellos ha abrevado técnicas y atmósferas, sin haber incurrido nunca en el regionalismo y el indigenismo, ni en ninguna tentación de color local. Un tercer rasgo de su idiosincrasia intelectual sería su voracidad lectora. Como Borges, Pitol o Vargas Llosa, Onetti parece haber invertido más tiempo leyendo que escribiendo y, en sus últimos años en Madrid, tumbado perpetuamente en la cama, navegaba con feliz deleite en las oceánicas páginas de la Recherche proustiana.

El santuario de la infancia
El vicio lector puede remontarse a su más tierna infancia montevideana, cuando apenas tenía nueve o diez años. “Recuerdo que cuando era niño me escondía en uno de esos armarios que ya no se ven por el mundo, esos armarios enormes que cubrían toda una pared y que casi siempre estaban llenos de trastos. Bueno, pues yo me escondía adentro con un gato y un libro. Dejaba la puerta entreabierta para poder ver, y allí permanecía durante horas”.
Onetti había nacido el l de julio de 1909 en una casa de la calle San Salvador, en el Barrio Sur de la capital rioplatense. Su padre era funcionario de aduanas y su madre, apellidada Borges, procedía de una familia brasileña esclavista. Tuvo dos hermanos, Raul, el mayor, y Raquel, la más pequeña. Onetti ha sido parco a la hora de hablar de sus primeros años. Consideraba la niñez un santuario sagrado y opinaba que las vivencias más genuinas debían mantenerse en secreto. Se sabe que de chaval organizaba guerrillas entre su barrio y otros, y que tenía unas notables aptitudes deportivas (para el baloncesto, el remo y el atletismo). Su madre le tenía dicho que no se mezclara con chicos de otras clases (“cada uno en su esfera” era su lema), pero el pequeño Juan Carlos alternaba con mulatos y mestizos, y a todos les endilgaba historias que fantaseaba en soledad y que terminaba por creerse.
Abandonó los estudios prematuramente, a los catorce años (al parecer, se le resistían asignaturas como el dibujo), y muy pronto se vio desempeñando numerosos oficios de poca monta: portero, mozo de cantina, vendedor de entradas en el estadio de fútbol de su ciudad o empleado de una empresa de neumáticos. Consta también que, antes de dejar la enseñanza secundaria, solía hacer novillos y se escapaba al Museo Pedagógico (“que tenía una iluminación pésima”), donde se zampó la obra completa de Julio Verne (hazaña a la que después él atribuyó el origen de su miopía).
En su juventud, Onetti alentó ciertas inquietudes políticas. En 1929, por ejemplo, intentó viajar a la Unión Soviética con el propósito de conocer el país “donde se estaba construyendo el socialismo”. Lo disuadió su primera y única entrevista con el embajador soviético. Más adelante, al estallar la Guerra Civil española, trató infructuosamente de enrolarse en las Brigadas Internacionales que apoyaban a la República.
Por lo demás, en 1930 se casa con su prima María Amalia Onetti y, en marzo, viaja con ella a Buenos Aires, donde momentáneamente se establecen. No tardan en tener un hijo, Jorge, mientras él se gana la vida vendiendo calculadoras. Para entonces, ha emborronado ya sus primeras tentativas literarias. La desesperación de no tener tabaco durante un fin de semana completo se traduce en un cuento de 32 páginas que el abstinente teclea de un tirón. Esta historia constituirá la primera versión de El pozo y desaparecerá en una mudanza. Hay que decir que, desde el principio, Onetti, en tanto que creador, se embarcará en una suerte de work in progress: algunos cuentos devendrán novelas; algunas partes de novelas se “autonomizarán” como cuentos; y, entre unas y otras, se producirá un flujo orgánico en constante expansión. Será en esos primeros años bonaerenses cuando Onetti cobre conciencia del mundo latente que lleva dentro. Más tarde expresará así el descubrimiento de su vocación: “Hay un solo camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos”.

Texto Carles Barba

martes

Juan Carlos Onetti: Una vida soñada


Héroe de la renuncia
En 1975, Juan Carlos Onetti se exilia en Madrid, en un ático de la Avenida de América, y allí vivirá los diecinueve años siguientes, cuidado y velado por su cuarta esposa, Dolly Muhr, a la que había conocido trabajando en la agencia Reuters. Durante los dos primeros años expatriado no puede escribir ni una línea, traumatizado aún por su absurdo encarcelamiento. Atenazado aparentemente por la desidia, hace de su cama su nido permanente y se libra a la lectura de viejas novelas policiacas. Afortunadamente, con el tiempo, va saliendo de ese marasmo y, en 1979, Bruguera le edita Dejemos hablar al viento, otra espléndida novela ambientada en Santa María y en la que hila mejor que nunca sus temas de siempre, la imposibilidad de la comunicación y el malentendido de la relación amorosa. Al año siguiente, 1980, Onetti, a quien los premios han sido por lo general esquivos, recibe el más alto en lengua castellana, el Miguel de Cervantes.
En los últimos diez años, Onetti permanece voluntariamente enclaustrado en casa, sin salir de la cama como quien dice. En 1985, la democracia regresa a su país y el nuevo presidente, Julio Sanguinetti, lo invita a las ceremonias de restitución. El novelista agradece el gesto pero se queda en Madrid mientras el gobierno uruguayo le concede el Gran Premio Nacional de Literatura. Onetti no para de escribir (a su modo, a rachas, en papeles sueltos) y en 1993 puede entregar a Alfaguara su canto de cisne, la novela Cuando ya no importe, otro eslabón más de su saga santamariana. En 1994, el 30 de mayo, el escritor fallece en una clínica de Madrid a los 85 años de edad.
Su magisterio y su ejemplo siguen sobreviviéndole quince años después. Un novelista latinoamericano de una hornada posterior, Juan Villoro, ha resumido bien su duende: “Para mi generación, Onetti fue el perfecto héroe de la renuncia. Su imagen célebre es la de alguien ajeno a toda actividad mundana, siempre acostado, muchas veces sin camisa, los gruesos anteojos dirigidos a un libro o al interlocutor al que miraba como si ya se hubiera ido, el vaso de whisky en el buró, orbitado por el humo del tabaco: un tumbado que se entrega a la épica de soñar”.

Texto Carles Barba

domingo

Excursión

Veía empequeñecerse lentamente la última plataforma del tren que se alejaba entre dos anchas líneas verdes, segregando la donle estela de los rieles, fulgurantes bajo el sol de la tarde. Estaba casi solo en el andén. Al fondo, un hombre con blusa azul hacía rodar unos bultos hasta las balanzas. Alguien conversaba en la sala de espera, invisible tras los vidrios esmerilados.
-Al principio se quejaban de la comida. Pero la han mejorado mucho...
Frente a él, del otro lado de las vías, una hilera de chalets, jardines, los terrenos de la calle. Más lejos, ya en el cielo azul, un pedazo verde oscuro de eucaliptos. A la derecha, la plaza desierta, la iglesia de ladrillos, vieja y severa, con el enorme disco del reloj.
... este médico de ahora es muy bueno, se preocupa mucho... Me decía Elena cuando entraba en la sala...
El aspecto del pueblo lo entristecía. Había pagado 0.40 por aquel pedazo de cartón cuyas aristas acariciaba en el bolsillo. Ida y vuelta, segunda, 040. Acaso fuera la ciudad la causa de su tristeza. Una pequeña evasión, unas horas olvidado de las casas del comercio, de los apresurados hombres de la calle, de las músicas de los cafés, de las multitudes, de los espectáculos...
Pero no era ahí donde quería ir. No encontraría lo que buscaba en las viejas casas de piedra que rodeaban la plaza; en la fila de coches en escombros; en el grupo que discutía frente al almacén de paredes rosadas. No no era aquello. Campo quería él. Había comprado 0.40 de campo e iba a caminar hasta encontrarlo.
Hizo girar una cruz horizontal de palo y tomó una calle en pendiente. A un lado, una quinta enorme, con árboles asomándose sobre el muro. A ratos podía ver para adentro, por los grandes portones de madera. Un gran pedazo de césped grisáceo rodeado de pinos; bancos de piedra junto a la fuente sin agua. Pero al otro lado tenía, separado de él por las cinco líneas de alambre, un principio de campo. Un pasto amarillento curvado por la brisa y más atrás, los enormes cuadrilongos de los plantíos. La casa ennegrecida y vieja junto al pozo de ladrillos, la carreta descansando sobre las varas.
Se acercó a los alambres, arrancando un largo tallo que empezó a mascar lentamente. Alguien cantaba; una extranjera voz de mujer. Siguió caminando despacio, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, el sombrero hacia atrás, al aire la frente sudorosa. La voz aguda y alegre que se acercaba a él desde las tupidas enredaderas, como si fuera el simple saludo de la naturaleza.
... ya todos duermen mi canto que la montaña repite...
Acaso no fuera posible vivir siempre allí. Pero en cuanto comenzara a insinuarse la primavera... Huir de la ciudad, meterse en una casita cualquiera, perdida en los costados de la cuchilla que se azulaba en la distancia. Soloi. Hacerse la comida con sus manos, cuidar los árboles... Se veía, medio cuerpo desnudo, altas botas, tostado el rostro dentro de la barba. ¿Qué necesitaría? Un caballo, tal vez un perro, una escopeta, su pipa, libros. Trabajar por la mañana en lo que quisiera; dulzura de las uvas, piel de durazno, aroma de plantas y tierra bajo el sol. Dejarse llevar por el caballo, lejos, tirándose a descansar en la sombra que encontrara propicia. Hacer correr el animal sudoroso, suelto su pelo al aire, la camisa abierta, excitándose con el golpear de los cascos. Desencillar con las primeras estrellas en la pureza del cielo, una mueca de cansancio felíz en la boca. El sillón junto a la noche campesina, llena de estremecimientos, que se extendía por la tierra en descanso ahondando en los pliegues del terreno, en las charcas vidriosas, en la blancura de los caminos silenciosos de luna. La pipa y un libro. Absoluta soledad de su alma, fantástica libertad de todo su ser, purificado y virgen como si comenzara a divisar el mundo. Paz; no paz de tregua, sino total y definitiva, Paz como una dulzura resbalando en las venas, mientras el sueño iba aflojándole el cuerpo encima del sillón y los ojos perezosos dejaban el libro para seguir las curvas de los escarabajos alrededor de la luz amarilla.
Junto a la puertita medio tumbada, dos niños rubios lo contemplaban curiosamente. El mayor acariciaba el suelo con los sucios pies descalzos, mientras el otro, con una camisa blanca que se adivinaba recién lavada, desnudas las piernas y el vientre, levantaba hasta él los grandes ojos azules, como dos flores de la enredadera que envolvía firmemente el cerco. Descubrió la mujer que cantaba. Tenía un pañielo rojo en la cabeza y los cobrizos brazos desnudos se movían sin tregua encima de la tina.
Sonrió alegremente como si la escena que se le había revelado de improviso, llena de una poesía lejana y primitiva, le hubiera sonreído primeramente y él contestara ahora. Sintió su propia sonrisa, sencilla como un trozo, estirándole la boca. Una tenue sensación de sosiego se levantó en su alma, suavemente... suavemente, como asciende por los cielos la gran luna llena de color naranja.
Marchaba por la tierra seca, pisando las huellas dejadas por pesados carros. Carros cargados de verdura y fruta, que pasaban tambaleantes hacia la ciudad cuando recién el día tentaba una raya de luz en el horizonte.
Carros con tres caballos viejos y corpulentos, con el conductor dormitando en el pescante y un rojizo farol oscilando entre las ruedas.

Juan Carlos Onetti