sábado

Carlos Gardel sigue adelante

El morocho", "El Zorzal Criollo", "El Invicto", "El Mago", sigue sonriendo como antes del accidente del 24 de junio de 1935, cuando su avión se incendió en Medellín, Colombia.
Hubo homenajes el jueves en la conmemoración del 75o aniversario de su muerte, en Uruguay y su Buenos Aires querido.
Hasta el cementerio de Chacarita, en Buenos Aires, centenares de seguidores concurrieron hasta la tumba donde descansan los restos del artista para recordarlo y rendirle homenaje.

"Es una llama que no se apaga nunca," explicó Luis "Gotan" Costa, dueño de un taller de calzados, quien es conocido en su barrio como "Gardelito" por su idolatría hacia el cantor. Costa acomodaba sobre la tumba crisantemos rojos a los pies de la estatua de Gardel y encendía cigarillo tras cigarillo en sus dedos de bronce.

"Cuando estoy solo tomo un whisky, enciendo un cigarillo pensando en Gardel," confesó.
El accidente aéreo detuvo físicamente una carrera espectacular de ponerle voz y sonrisa a tangos, milongas, chacareras, cielitos y hasta fox-trots, rumbas y fados. Pero no pudo detener un recuerdo que sigue avasallante.
Y en el cementerio sus canciones sonaron otra vez de los parlantes de un camión estacionado a la vuelta de la tumba y de algunos cantores de tango, vestidos como su ídolo, que levantaron sus voces y recibieron sonrisas y aplausos de la multitud.
Como no podía ser de otra manera en un astro que al decir de sus miles de fanáticos "cada día canta mejor", Gardel sigue en el centro de la controversia, en especial entre los vecinos rioplatenses que se adjudican el patrimonio de su nacionalidad.

En Uruguay aseguran que nació en el departamento de Tacuarembó, 400 kilómetros al norte de Montevideo, donde a la entrada una imagen de su rostro, obra del artista plástico Rodolfo Arotxarena, da una sonriente bienvenida.
Pero muchos argentinos sostienen fuertemente que nació en Tolosa, Francia.

Un hombre que se identificó como Carlos Delgar, jubilado a los 88 años, recuerda cuando a sus 13 años, desde Colombia llegó el cuerpo de Gardel al cementerio. "Se llenaron todas las calles, se desmayaron muchas mujeres."

Delgar, que fue empleado de un banco de día y cantor de tangos por la noche, replicó "¡Mentira, mentira!" ante la consulta sobre la teoría de que Gardel nació en Uruguay. Para enfatizarlo, sacó una libreta, ya muy vieja y amarilla, que menciona su nacimiento en Francia.

Como reflejo de una virtual historia común, el ejemplo lo brinda el hecho que Montevideo fue el primer testigo en 1916 del nacimiento del género cantado cuando el argentino Pascual Contursi, uno de los íconos en el viejo cabaret Moulin Rouge, interpretó "Mi noche triste" sobre melodía de "Lita", del uruguayo Sanuel Castriota.
El propio Gardel, un año después, lo estrenó en el Teatro Esmeralda de la capital porteña, que era una de las cunas tangueras.
Más allá de este pleito que se arrastra por décadas parece haber un punto de unión: es la veneración que se guarda por "El Mago" que durante generaciones fue el mejor y que para muchos sigue siéndolo.

"Yo vengo todos los años", dijo Juan Carlos Giordano, agregando con orgullo que tiene alrededor de 900 discos antiguos de Gardel, más "todas las películas", y que lo escucha siempre y solamente en su vieja vitrola. Consultado sobre el porqué viene a la tumba, respondió: "Es una necesidad".
El mito sigue cumpliendo años.

FUENTE: URUGUAY Y ARGENTINA REMEMORAN SU VIDA-Los Tiempos.com

domingo

Recuerdo para Susana Soca

En un principio era un fantasma lejano – los hay demasiado próximos – que gastaba sus millones en París dándose el gusto de editar una revista llamada “La Licorne” en la que colaboraron los más destacados escritores, en aquella época, de Francia.
Cuando la horda teutona se puso en movimiento, Susana – como la primera persona de la chanson – tenía dos amores: su país y Paris. Eligió el último porque era el que más la necesitaba en aquellos años. De manera que se sumergió en el maquis. Es fácil imaginarla, diminuta, torcida en su bicicleta, recorriendo Francia, llevando y trayendo mensajes, bordeando el precipicio de la muerte. Terminada la guerra, Susana volvió a Montevideo con algún centenar de recuerdos que no podía suprimir y docenas de poemas que no quiso publicar. Y trajo también su idea fija: La Licorne.
No conocía a Susana Soca sino algunos poemas sueltos, en español o francés, que me produjeron más respeto que admiración. Y el deseo de saber más de ella.
Es natural en los provincianos un afán indudable por la clasificación veloz y definitiva. Por eso escuché en Madrid, de boca de un turista:
- ¿Susana Soca? Claro. Era una esnob millonaria que compró un palacio en la calle
San José y lo convirtió en museo.
Mucho y muy inteligente se ha escrito sobre los esnobs. Pertenecen a todas las categorías sociales. La palabra me hace recordar una definición de Benavente sobre la cursilería: quiero y no puedo. Porque el “museo” de Susana estaba hecho con obras maestras, de esas que contribuyen a creer que la vida no es tan mala, al fin y al cabo. Susana sufría, sufrió durante toda su vida. Pero me atrevo a suponer que mirar diariamente un Picasso, un Cézanne, un Modigliani ayuda a vivir y seguir viviendo. El arte justifica la vida, espectáculo, lectura o creación.
Ya instalada en su museo y con La Licorne a cuestas e impresa en español, Susana siguió luchando por la supervivencia de la revista, a pesar de las vallas presumibles.
Así, un día, le pidió al director de la revista – Guido Castillo – que me extrajera un cuento y fijara el precio. Por entonces yo también estaba influido por el ambiente “antilicorne”. De modo que pedí un precio increíble para aquellos tiempos y me tomé la mezquina venganza de colocarle un título casi tan largo como una página.
Susana pagó agregando su lamento por no ofrecerme más, ya que la revista mostraba un déficit implacable y previsto. El cuento fue publicado sin mutilar el título. Y hasta logré encontrarme con personas que me dijeron que se trataba de mi mejor relato, nombre incluido.
Unos meses después, convencida no sé por quién de que lo de cuentista no quitaba la buena educación, Susana Soca me invitó a una reunión en su casa. Me acerqué con timidez media hora antes a una esquina de café en la manzana de la residencia de Susana y estuve presenciando la descarga de comestibles y botellas que se hacía desde una camioneta, propiedad de la mejor confitería que teníamos entonces en Montevideo.
Yo estaba muy bien trajeado para la ocasión. Pero, en los llamados días laborales también actuaba como un esnob al revés. Tenía camisas de hilo de Irlanda, zapatos hechos a medida, una serie de corbatas cuyo origen había olvidado. Pero me vestía y ambulaba con una tricota gastada, pantalones viejos, alpargatas barbudas.
Era la hora, terminé de envidiar y toqué el timbre. Un mayordomo, claro. Después, demasiada gente, demasiadas voces. Algún amigo o conocido con el que pude apartarme y remover los lugares comunes que parecen constituir el suelo de los hombres de letras. De pronto surgió Susana Soca para saludarme. Era pequeña, nerviosa, más hecha que yo para habitar un mundo de silencio. Recordaba una frase de Anatole France: “Tenemos que vivir y eso es una cosa muy difícil.” Sigo viendo sus hermosos ojos, siempre intimidados, su cuerpo frágil, apenas tembloroso, tan parecido al de un pájaro, armado para huir. Parecía estar en eterna actitud de pedir perdón por algún pecado inexistente.
Creo que esto se expresa mejor en el poema “La Demente” que publicamos.
Luego todo continuó como cualquier reunión o fiesta, hasta que la mezcla de intelectuales y semiaristócratas juzgó que era prudente marcharse. Pero una pausa: en un momento tal vez calculado, Susana se acercaba sonriente: – Mi madre quiere saludarlos.
Entonces peregrinamos hasta una habitación lejana y nos era dado ver a la gran hechicera sentada en un sillón, entre almohadones dispersos, inmóvil y desconfiada, con ojos incongruentemente policiales. Iba extendiendo la mano seca y enjoyada mientras Susana recitaba nombres. Para mí se trataba de un trasplantado Saint-Germain y yo era Marcelo en el mundo de los Guermantes.
Terminada la ceremonia todo seguía igual; no para mí que había aumentado mi odio por la anciana. Porque sabía que su misión en la tierra era estropear todo posible destino de felicidad a Susana, dominarla, exigir que rogara su visto bueno antes de que la hija tomara cualquier resolución.
* * *
Una noche, después del besamanos y la bebida, quedamos solos Castillo y yo como resaca de la fiesta. Estábamos en el desordenado escritorio donde ella trabajaba y leía.
Uno de los muros de la biblioteca daba a un jardín lleno de perros enfurecidos e invisibles que reprochaban nuestra presencia. No queríamos irnos sin despedirnos de Susana. Pero los minutos pasaban entre frases tediosas y Susana no aparecía. De pronto y sin ruido se materializó en una puerta, con un abrigo oscuro y lista para marcharse. Balbuceando, encogida y temerosa. Nos dijo:
– Recibí un mensaje y tengo que salir. Pero ustedes pueden quedarse. Les dejo una botella. Revuelvan donde quieran y si algún libro les gusta... No tienen que llamar; el portón queda abierto.
Aparte de vicios menores, Castillo era bibliómano; de modo que, revolviendo libracos, encontró muchos motivos de asombro y alegría. Por mi parte, pretextando novelas que nunca iba a escribir me dediqué a revolver escritorios y secretaires. Y esta indelicadeza fue pronto y bien recompensada. Entre poemas y proyectos descubrí una carta de Pasternak a Susana. Estaba escrita en un francés casi peor que el mío, con grandes letras retintas y una grafía exótica.
Susana había hecho un viaje a Moscú para conversar con Pasternak, a quien admiraba mucho y dedicó un hermoso poema. La carta era muy anterior al premio Nobel y al vergonzoso escándalo y a las doscientas ediciones piratas de “Doctor Zhivago” que surgieron en español. Todas espantosas.
En aquella carta Pasternak le explicaba a Susana por qué no habían podido encontrarse: sus relaciones con la asociación oficial de escritores rusos patentados ya no eran buenas. Así que Susana fue despistada: un día Pasternak estaba en su dacha, al siguiente en Siberia, al otro internado por hidrofobia en un castillo de los Cárpatos.
En otro tono, claro, el poeta explicaba con dulzura la razón de los desencuentros y autorizaba a Susana a publicar en Uruguay o Francia (primera edición en todo el mundo) la novela hoy famosa.
Pero, siempre en mi labor de comisario, encontré otra carta. Era de una hermana del escritor y le suplicaba abandonar el proyecto porque su realización significaría la muerte civil de Pasternak en la U.R.S.S. o, simplemente, la muerte a la que todos podemos aspirar y que lograremos comportándonos con bondad y obediencia.
Por eso Zhivago permaneció enrejado tantos años. Y aunque no se crea, hablamos aún de Susana Soca, que prefirió archivar los originales de la obra.
Hay escritores que sufren mucho para dar remate a sus obras. Otros padecen del principio al fin y también sus lectores. El final de Susana Soca tiene cierta afinidad con su persona. Había ido a Francia, libre ahora de autodenominadas razas superiores, para pedir un sencillo milagro a Nuestra Señora de Lourdes. No se trataba directamente de ella sino de una persona enferma y querida.
De vuelta en Paris, se encontró con una vieja amiga que tenía un pasaje de regreso a Montevideo para el día miércoles en un avión alemán; el de Susana era para el jueves, en avión norteamericano. Susana fue impulsada al juego misterioso que todos jugamos, sin saberlo y tal vez en este preciso momento. Rogó y obtuvo el cambio de pasajes para llegar a su destino veinticuatro horas antes. Llegó a la costa de Brasil, donde el aparato aterrizó entre agua y tierra para terminar incendiado.
Cuando se confirmó la muerte – el cambio de pasajes había provocado confusiones y esperanzas – mucha gente rezó por su alma; otra prefirió comprar una botella y seleccionar blasfemias polvorientas. Hay testigos.
Tal vez por todo esto uno de mis mejores amigos le dedicó un libro con estas palabras: Para Susana Soca: Por ser la más desnuda forma de la piedad que he conocido; por su talento.

Juan Carlos Onetti

viernes

Horacio Quiroga: Hijo y padre de la selva

La única vez que vi a Quiroga in corpore fue en una esquina de Buenos Aires. Lo había leído tanto, sabía tanto de él, que me resultó imposible no reconocerlo con su barba, su expresión adusta, casi belicosa. Su pedido silencioso de que lo dejaran en paz ya que el destino no lo había hecho. Era inevitable ver, mientras él esperaba el paso de un taxi sin pasajero, que su cara había estado retrocediendo dentro del marco de la barba. Continuaban quedando la nariz insolente y la mirada clara e impasible que imponía distancias.

Y cuando apareció el coche y Quiroga revolcó su abrigo oscuro para subirse recordé un verso de Borges, de aquellos de los tiempos de la revista Martín Fierro, cuando Borges padecía felizmente fervor de Buenos Aires, y que dice, en mi recuerdo, "el general Quiroga va en coche al muere".

Conversación del enfermo

Estoy seguro de que en aquel viaje -al hospital, según supe- él ya sospechaba lo que yo sabía. Un común amigo, Julio Payró, muy querido por mí, se carteaba con Quiroga y éste lo visitó brevemente, a su estilo, cuando bajó de la selva para consultar médicos en Buenos Aires.

Hay quien afirma, audazmente, que a vecés, en una por millón, el paciente tiene un promedio intelectual superior al del médico. Éste fue el caso de Quiroga. El director del hospital, que ya había afilado el bisturí, estuvo conversando con el enfermo en el jardín del hospital. Quiroga mostró la malsana curiosidad de enterarse de la gravedad de su dolencia. Y obtuvo sonrisas, optimismo, circunloquios, engaños mal disfrazados. Quiroga supo que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte.

Prefirió una agonía más breve y abandonó por la noche el hospital para comprar los bastantes gramos de cianuro para eludir para siempre la insistencia de una vida compleja y admirable, ahora ya inútil.

Poco después de que Jas cenizas de Quiroga viajaran hasta su ciudad natal, Salto, Uruguay, dos amigos suyos desde la mocedad, Delgado y Brignone, publicaron una biografía del escritor. Me detengo aquí para comprobar y decir que esta biografía impresionante por su fidelidad, por el hecho de que sus autores por mor de una permanente amistad que se mantenía por cauce postal hasta la muerte del blografiado, mantiene hoy su carácter de única. La tuve, la perdí en vaya a saber cuál de mis traslados. Ahí, en ella, está todo Quiroga desde los insinceros, decadentes Arrecifes de coral y el derrotado viaje a París hasta su muerte en el refugio de un hospital.

Luego, pasado el tiempo de silencio e ignorancia que es costumbre otorgar e imponer a los difuntos que importaron, se sucedieron muchos libros sobre Quiroga y varios críticos e intelectuales de diversa especie viajaron a la selva misionera con el absurdo propósito de ver allí algo que se le hubiera escapado al maestro.

Mucho antes, un gran escritor se instaló durante meses en una casa próxima a la que habitaba el cuentista genial. Proximidad que fue aceptada con la condición de que las visitas se realizaran solamente cuando Quiroga estuviera con un mood propicio. Para anunciar estos no frecuentes estados de ánimo, el uruguayo izaba una bandera.

Pero ni los pre-muerte ni los post agregaron nada de importancia a la biografía de Brignone y Delgado, nunca reeditada -que yo sepa- e imposible de encontrar ni en librerías de viejo ni en bibliotecas de amigos.

Cuando su obra ya era definitiva, hecha con cuentos tremendos escritos sin tremendismo, con cuentos para niños inteligentes que delatan una escondida y rebelde ternura, con un par de mediocres novelas que confirman su insincero aserto de que una novela es sólo un cuento alargado, aceptó la tentación de bajar a Buenos Aires. Dejaba detrás las alegres fatigas del machete y la congoja de una muerte trágica que tal vez, sin quererlo, él mismo había estado conjurando al exigir a otros el coraje incansable en la lucha con el destino, coraje que él mantuvo hasta el fin.

Este viaje a la capital tuvo forzosamente la calidad de una visita más o menos larga. Quiroga era ya padre e hijo de la selva y no resistió mucho su llamado.

Aquel viaje visita tuvo tres consecuencias que, sin duda, afectaron al escritor con intensidad diversa.

La más importante y nada literaria fue provocada por la imprudencia de su hija Eglé -maravillosa persona- al presentarle a una compañera de colegio, muchacha de gran belleza. Poco tiempo después, Quiroga se casó con ella y la llevó, como cazador y presa, a su casa en la selva norteña.

La segunda consistió en una larga temporada de fiestas y reuniones en las que admiradores, y aspirantes a buenos discípulos rodearon al maestro tanto en su residencia de las afueras, en la localidad de Vicente López, como en hogares y restaurantes porteños. Aquí el hombre huraño, tan parco en tolerar visitas y habituado a cerrar las puertas de la casa recia y humilde que había construido con sus manos, bajó la guardia, supo ser amable, cordial y receptivo. Confirmaba que su tarea de escritor no había sido vana y tenía a su lado la hermosura demasiado blanca, demasiado rubia, de su nueva esposa.

Tantos meses de merecida dicha tenían que provocar la tercera consecuencia.

Ahora, una aparente digresión: otro suicida famoso, Hemingway, obtuvo, más o menos un año después de volarse la cabeza, un curioso reconocimiento a su obra y a su vida. Cáfilas de criticones, de fracasados, de adictos incurables a la envidia se abalanzaron con furia a la conquista de espacio en diarios y revistas para atacar al muerto.

Hienas comecadáveres

Recuerdo que la ola de baba verdosa llegó a tal altura quela revista Life cedió una doble página a Malcolm Cowley para que intentara un dique contra las hienas comecadáveres.

Este artículo fue reforzado con un dibujo que representaba a Hemingway desnudo y muerto, tenazmente visitado por cucarachas, moscas, toda la sabandija pensable.

Tal vez hubiera alguna rata en el festín.

Algo muy parecido ocurrió con Quiroga vivo.

Paridos a consecuencia de un cruce misteriosamente fértil entre dos viejas prostitutas llamadas envidia y ambición, decenas de enanitos declararon perimido el arte de Quiroga. Era necesario que los cuentos del maestro se hicieran a un lado en la historia literaria para dar paso a los que ellos, los nuevos y novísimos, pergeñaban para deleite propio y de la pretendida elite en que flotaban. Es decir, que los relatos quiroguianos, de ciudad o selva, que son para mí grabados en metal, exentos de adornos, se olvidaran para aplaudir acuarelas pintadas en el país de algún abanico.

El maestro cometió el error de darse por enterado y publicó una respuesta que era desafío y afirmación. Sucedió lo inevitable. Ya ni Funes el memorioso recuerda los nombres ni los engendros de los aspirantes a iconoclastas.

Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera impecable. Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es imposible descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios.

Porque la selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venció la ferocidad de su individualismo. Supo de la miserable sobrevida -o persistencia del no morir- de los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían la esterilidad de expresarlas con la dulzura exótica de su idioma guaraní. Tal vez, raras veces, se les escapara un "añamembuí" dirigido al patrón invisible y de crueldad cotidiana e interminable. O al capataz de revólver y látigo; o al destino tan sabio en torturar y en suprimir explicaciones.

Para el mensú, mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto tenía forma de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire acondicionado, una compañía que seguiría floreciente mientras la selva conservara árboles para hachar y hombres para ir desangrando.

El aire acondicionado es brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada fuga estaba vedada por policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en alcanzar gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las lejanas oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45 centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a cinco grados bajo cero.

Pero la explotación de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada mensú tiene que firmar un papel, la contrata, por el que se compromete a trabajar en los obrajes durante un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el patrón oculto.

Excusa del analfabeto

Allí no se acepta la excusa de analfabetismo: hay que firmar con una cruz, un garabato o con la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o paludismo o por gracia de Dios, que todo lo ve. Terminada la contrata, los supervivientes, llenos de sana alegría y libres como pájaros, se embarcan hasta Posadas, capital de Misiones, para festejar. Los acompaña, cariñoso, un subcapataz. Allí plasan algunos días y, sobre todo, noches. La caña corre, las mujeres abundan y todas casualmente se llaman Venérea. El sub simula acompañarlos en la gran orgía y aguarda con paciencia de buitre. No muchas horas después todos los mensú están borrachos y endeudados hasta el cuello.

Porque también en Posadas la empresa es generosa y fía, como les fiaba en el clásico y canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe actuar. Las deudas de la fiesta quedan saldadas si la víctima firma otra contrata. Días después, los mensú remontan el río, amontonados como animales, y vuelven, por otros dos o tres años, al martirio del infierno breve.

Termino con una confesión. En uno de sus cuentos, llamado La bofetada, Quiroga escribe que un mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le hace saltar mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga a caminar, chorreando sangre, hasta que el gringó cae exánime. Entonces el mensú se dirige en busca de la frontera de Brasil.

La violencia me repugnó siempre. Pero mientras leía el cuento mis simpatías acompañaban al mensú durante su viaje al destierro.

Juan Carlos Onetti

domingo

Reflexiones de un nostálgico

Dijo un viejo amigo que se vuelve siempre al primer amor. Afortunadamente estaba en crisis de error o arrepentimiento. Creo que la realidad de esa frase significaría una de las más crueles interpretaciones del infierno en la tierra. Y no sea que más allá nos esté esperando semejante horror.
Parece ritual que los primeros amores, desdeñables, platónicos y tácitos, los haya inspirado una maestra de escuela que siempre daba sus clases en un aula distinta de que se nos había destinado; y así pasaban las tardes, alejados y, nosotros, sufrientes. O un poco después nuestro amor inmortal se fijase en la más joven de las visitas que recibía mama.
Pero el verdadero primer amor, al que no retornaríamos nunca, ni siquiera atados, se produce, cuando revientan las flores en primavera, a los dieciocho años. Señalaré de paso que este Madrid tiene la virtud o el don de hacer que no haya primavera. De pronto y sin aviso la ciudad nos impondrá la tortura africana de un verano del que disparan todos los que pueden hacerlo.
Luego de estos lugares ya irrecuperables de tan comunes, vuelvo, y no por muchas líneas, a los dieciocho años. Como es comprensible, estas palabras, y las que vienen, no tienen como destino a los adolescentes que viven, disfrutan, padecen su primer amor. Pasarán los años y al primero seguirán otros; el primero se irá alejando de la memoria, se hundirá en el túnel, tan distante, agrisado.
Cuando hablaba del amor dieciochesco me refería, claro está, al amor pasión. Siempre pensé y supe que tiene un máximo de dos años de duración si los amadores logran una estabilidad, un incesante verse, matrimonial o no. Y este pensamiento, esta sapiencia me fue confirmada por un amigo médico sicoanalista, que tiene que haber centenares de cerebros remendados o convertidos para siempre en un bric-à-brac imposible de ordenar.
Por lo tanto, un amor pasión -que tal vez sea el único que importe en definitiva- puede durar, estremecer, pasar a idea fija unos setenta y dos mil días y noches de convivencia. Lo que sigue, ya dije, es ternura, alejamiento u odio.
Al no imposible reencuentro habría que dictarle límites en el tiempo. No después, por ejemplo, de que hayan pasado diez o doce años de separación y presunto olvido. De lo contrario, aquellos que atravesaron el primer amor chocarán desfallecidos, despiertos, contra celulitis, prótesis, calvicie, desmemorias y marchiteces. Vientres y papadas que no aceptan ser camufladas. Y ya no cabe buscar el tiempo perdido, se fue y arrastró. Su evocación no traerá consuelo ni obra maestra.
Y tal vez exista otra forma más triste del desengaño. Consulto a una amiga procurando el punto de vista femenino. En su curiosa sintaxis me escribe:

"Lo que más me ha sorprendido al volver a encontrarme con un amor de juventud era que aun persistía, suavemente, la emoción que me había provocado algún rasgo físico -la manera de apretar los labios al tomar un té, el brillo, ahora apagado, de los ojos al reírse. El eco familiar del tono de voz al decir ciertas frases-, pero ese recuerdo meramente físico contrastaba sin piedad con la desaparición total de la atmósfera que antes rodeaba al ser amado. Todo lo que me maravillaba en ese entonces: todo lo que me hacía, decía, opinaba, ahora eran palabras banales, cotidianas y lo más angustiante era que me aburrían. Me pasma pensar que eran las mismas ideas y maneras de ser que me fascinaron, sumergieron y arrastraron a un mundo que no era el mío y que había aceptado con humildad y agradecimiento. Y ahora ese pasado inexplicable sólo me ofrecía como algo rescatado de un sueño placentero pero ya olvidado, ese apretar los labios, ese brillo apagado y ese tono de voz"

Pero hay otra posibilidad, no desdeñable por infrecuente. Puede -nos puede- suceder que la casualidad, el destino o un Gran Bromista reúna en algún lugar imprevisto a los jóvenes enamorados de los dieciocho años. Pasó, en este caso, mucho más tiempo que en el grotesco anterior y, no se sabe por qué, la muerte les tuvo miedo. Pueden medirse, conversar, examinarse. Pero lo que perversamente les está prohibido es reconocerse. No reunirán con el oponente incógnito los recuerdos pálidos de goces difuntos, de juramentos y ansias. No se les ocurrirá jamás transformar en metáforas la imagen presente del ser que sonríe y divaga sobre el tiempo y el futuro, tan breve ahora. No recordarán que allá, en las lejanas tinieblas del ayer incorregible, aquel otro fue comparado con una flor. Y lo dijeron sin dudas.
Como es natural, basta conocer un poco a la gente, sus orígenes, su cultura para presentir que un alto porcentaje de integrantes de ancianas parejas reaccionarían:
-No queremos tanto o más que el primer día.
Uno es cortés y acepta, aceptará en silencio esta muy probable mentira, esta confusión de buena fe. Porque yo hablaba de amor, del amor juvenil y su locura. Yo hablaba de los catorce años de edad de Julieta y de su monólogo en el balcón. Lo que nada tiene ver, absolutamente nada con el insensible declive que va llevando, desde aquel primer día tan disminuido ahora por imperio de hábito, a una amistad cariñosa, en los mejores casos, a una ternura, a un agradecimiento, a una necesidad de compañía.

Juan Carlos Onetti - Junio de 1981

lunes

Tal vez

Tal vez fue casual el encuentro de aquel día
liviandad tenue
o un pretexto más para escribir esta poesía.
No sé si fue real
o tal vez lo fue para mí
pero la opresión y el desconcierto
es lo que siento cuando siento.
No sé si fue el envés que provocó el adiós
tal vez imagen, tal vez fantasmas
o esta gravedad de anochecer
para escribir.
Me basta recordar así
del derecho o del revés, así
sueño o situación.


martes

Inadvertido episodio

Me distraigo mirando muros,
febriles, extenuados de contrafuertes
- ¿cómo lo supe? -
fue la paralización del tiempo
idónea de agredir todo el recelo
que padeció en el labio
y no hubo más columnas,
acabó todo el hábito en el hermético episodio
de un arcángel que abandonó su combustión de alas.

domingo

Confesiones de un lector "de 2.00 a 2.15 p.m"

Mi primer encuentro con Faulkner fue peripatético. Este comienzo que parece prometedor de estremecimientos no es más que la imagen, el recuerdo de un pequeño accidente, de una casualidad.
Una tarde, al salir de la oficina donde trabajaba pasé por una librería y compré el último número de Sur, revista fundada y mantenida por Victoria Ocampo. Creo que el nombre le fue sugerido por Ortega y Gasset. La intención del título fue desvirtuada porque Sur se convirtió –afortunadamente– en un instrumento que nos permitió conocer lo mejor de la literatura europea y la de U.S.A.
Se trató, reitero, de una casualidad porque yo leía la revista esporádicamente debido a que las poesías que publicaba eran intercambiables. Es decir: recogía poemas que parecían todos de un mismo autor. Cuántas veces jugué a dar a leer las poesías de un número cualquiera de la revista y, escondiendo el nombre del poeta, preguntar quien era. Fue una broma y una tortura para amigas y amigos.
Vuelvo atrás, recuerdo que abrí el ejemplar en la calle, encontré por primera vez en mi vida en nombre de William Faulkner. Había una presentación del escritor desconocido y un cuento mal traducido al castellano. Comencé a leerlo y seguí caminando, fuera del mundo de peatones y automóviles, hasta que decidí meterme en un café para terminar el cuento, felizmente olvidado de quienes me estaban esperando. Volví a leerlo y el embrujo aumentó. Aumentó, y todos los críticos coinciden en que aún dura.
En muchos comentarios y sobre todo en solapas de libros, he visto las palabras alucinante o alucinado referidas a obras de Faulkner. Según mi diccionario, el término puede significar ceguera o engaño. Aquí recuerdo que Bernard Shaw se vanagloriaba de sus ojos que por ser totalmente normales eran anormales por cuanto es muy reducido el número de personas que disfrutan o padecen de una vista perfecta. El irlandés atribuía a esto el desconcierto y hasta las iras que provocaban sus comedias.
Al leer y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores. Detenida sobre paisajes, personas, circunstancias, veía algo más que lo percibido por nosotros. Dejando de lado lo que escribió por astucia o compromiso (Sartoris, Gambito de caballo, El intruso en la riña, Los rateros, etcétera) aquella mirada, cuando es totalmente faulkneriana tiene, sí, algo de ceguera y engaño. Aunque jamás recurra a lo sobrenatural, aunque parezca siempre aferrado a una realidad, nos deja la sensación de que el hombre sólo veía de verdad un mundo propio, introducido sin esfuerzo en los mundos universales y ajenos.
De ahí que todo lo nombrado (panoramas, gente, anécdotas) resulte creíble pero fantasmal. El ejemplo más violento de lo que digo tal vez sea el reportero innominado de Pylon. Éste ausente y profundamente metido en el relato hace pensar en el mismo Faulkner, capacitado para ver vivir y mantenerse, a la vez, fuera de los hechos.
Si los lectores meditan podrán atribuir la misma cualidad fantasmal a los personajes más importantes de su obra y a sus mismas peripecias.
Pero lo que más me deslumbró y me unió en aquel primer encuentro con su genio fue aquella manera de largarse, como uno de los caballitos que creó para nosotros en El villorrio, él solo, seguro de que nadie podía acompañarlo o que no tenían lo necesario para enfrentar un fracaso idiomático, heredado, puesto para siempre frente a una barrera que maestros viejos habían colocado para reventar los morros de los potrillos audaces y nuevos.
Ésa fue la historia y los siete años sin obras en los bookstores forman la más exacta apreciación de la cultura norteamericana en materia literaria.
Los hombrecitos del tren de regreso a las 5.15 p.m., polluelos del más feroz matriarcado conocido por la historia contemporánea traían los viernes –puntuales– el libro del mes, el libro elegido por solteronas o no solteras y tampoco satisfechas; el libro seleccionado por el pastor de cualquier iglesia antipapista y su rebaño feliz.
¿Cómo imaginar que un hombre sin pecado atravesara la sucia red puritana y llegara a casa llevando escondido en el portafolio un libro del maldito W. F., del sadista que había escrito Santuario?
De manera que no había más y ninguna miss tenía motivo para ruborizarse y ninguna mistress se privaba de leerlo cuando el ganapán respectivo comenzaba a roncar. Claro que nunca se trataba de una novela comprada en una librería y al aire libre; eran préstamos sigilosos de amigas y al diablo los derechos de autor.
Pero esta pobre gente no pensaba que en un rincón de Oxford o Memphis un maniático llamado William Faulkner persistía escribiendo libros incomparables que flotaban muy por encima de lo que ellos consideraban literatura.
Degenerado dentro de la sociedad norteamericana, no buscaba dólares; se contentaba con ser, párrafo tras párrafo, él mismo dentro de su genio o su locura; se contentaba –lo dijo– con un poco de tabaco, un poco de whisky sureño y su maravillosa soledad nocturna en un granero al borde de la ruina, desbordante de marlos resecos, alfombrado por suciedad de gallinas.
La vida tiene una asombrosa imaginación y fuerza suficientes para inventar e imponer infiernos privados, efímeros paraísos subjetivos. Nadie sabrá nunca si el mencionado granero contenía un paraíso o un infierno para el amo y propietario de Yoknapatawpha. Ambas cosas, supongo. Todos los vicios ofrecen o imponen lo mismo. Ambas cosas, también, cuando uno está hundido en un amor, sin remisión. En el proyecto –inútil y fracasado antes de iniciarlo– de descubrir al hombre, debe tenerse en cuenta su timidez enfermiza, su corta estatura, su repugnancia y desdén por "la feria en la plaza”, su obsesiva resolución de no permitir, en las pocas entrevistas que regaló a críticos y reporteros, ninguna pregunta de índole personal. Sabemos que tenía una hija adolescente cuando estuvo de paso en París, rumbo a Estocolmo y al cheque del premio. Pero no lo sabemos de verdad; se dice que la hermosa criatura había nacido mucho antes de su casamiento con una señora divorciada que aportó dos hijos al matrimonio; su nombre era Stelle Oldham Franklin.
El misterio que él usó como valla para que nadie penetrara en su vida privada fue mantenido por sus deudos. Nadie conoce la causa de su muerte. Se habló de una caída al intentar descender, en la madrugada o la mañana, los escalones de madera podrida del mencionado granero. Y, como en la canción de Stevenson, el bourbon hizo lo demás. El bourbon y los fantasmas que seguían poblándolo cuando consideró que la cuota diaria de escritura había terminado. Pero esto no está probado y tampoco interesa.
Los deudos, los Faulkners o Falkners, eran en Oxford tan importantes como los Sartoris, los Sutpen, los Compson, o Miss Emily Grierson –"una tradición, un deber y una preocupación” – personaje de aquel cuento tan envidiado como inmortal: Una rosa para Emily. Tenían poderes feudales nacidos de los sufrimientos y la derrota del Sur en la Guerra de Secesión. Y sabían usarlos. Dócilmente, el doctor Martino escribió un certificado: falla del corazón.
De modo que ordenaron al sheriff que declarara persona no grata a todo periodista, curioso o admirador que se acercara a la casa blanca de Oxford, donde Faulkner vivió sus últimos años y en cuyo cementerio fue puesto a descansar, bajo un olmo ya quemado por el verano incipiente. Y el velatorio se hizo con el ataúd cerrado.
Como es natural e irremediable, al día siguiente de su muerte todas las agencias de noticias norteamericanas cubrieron el mundo con obituarios ditirámbicos y desolados. Al fin y al cabo –aunque los redactores no lo hubieran leído nunca– se trataba de un Premio Nobel.
Pero este animal de estirpe extraña había dicho una vez: "Espero ser el único individuo del mundo que no haya dejado huellas de su paso”.
Los elogios, las interpretaciones críticas ("Entre los aplausos, entre los desdenes y las tonterías de la multitud”; y "la fama es siempre un malentendido”) habrían resbalado sobre su genio como una lluvia molesta que nos coge desprevenidos. Pero tal vez hubiera sonreído con ironía afectuosa de haber podido mirar los letreros colocados en los escaparates de los negocios de Oxford el día de su entierro:

En memoria de William Faulkner
este negocio permanecerá cerrado
desde las 2.00 hasta las 2.15 p.m.
Julio 7 de 1962.

Es decir: ¡quince minutos sin ganar un mísero cent! El muerto no podría imaginar una homenaje mayor y más sacrificado que éste de los pequeños gold diggers de su país.

Juan Carlos Onetti

(Mayo 1976)

viernes

Fundación de la belleza, Eduardo Galeano

Están allí, pintadas en las paredes y en los techos de las cavernas.
Estas figuras, bisontes, alces, osos, caballos, águilas, mujeres,
hombres, no tienen edad. Han nacido hace miles y miles de años,
pero nacen de nuevo cada vez que alguien las mira.
¿Cómo pudieron ellos, nuestros remotos abuelos, pintar de tan
delicada manera? ¿Cómo pudieron ellos, esos brutos que a mano
limpia peleaban contra las bestias, crear figuras tan llenas de gra-
cia? ¿Cómo pudieron ellos dibujar esas líneas volanderas que es-
capan de la roca y se van al aire? ¿Cómo pudieron ellos…?
¿O eran ellas?

Eduardo Galeano
Espejos


martes

Discurso de JUAN CARLOS ONETTI-(Recepción del Premio Cervantes, 1980)

Yo nunca he sabido hablar ni bien ni regular. La elocuencia, atributo muy hispánico, me ha sido vedada. Hablo mal en privado, por eso hablo poco en las pequeñas reuniones de amigos, y hablo peor en público, por lo cual sería mejor para ustedes que no les dijera nada. Me resistí siempre a ofrecimientos, insistencias e incredulidades, sin saber que una fatalidad inexorable me obligaría a hablar públicamente, por primera vez, en España.Para desilusión de mis oyentes, muchos de ellos magistrales conversadores, mi torpeza oratoria se vio penosamente confirmada.

Hoy, sin embargo, me presento ante ustedes con temerosa alegría porque, por una única vez, estoy dispuesto a hablar, no sólo porque debo, sino porque quiero hacerlo. Porque quiero manifestar de viva voz -o con una voz más o menos viva- la profundidad de mi gratitud a España.

El viejo Heráclito el Oscuro dejó escritas estas sibilinas palabras: "Si no esperas, no te sobrevendrá lo inesperado". He descubierto que, sin darme cuenta, hubo algo que esperé a lo largo de mi vida, y que, inesperadamente, me ha sobrevenido en España. No me refiero al Premio Cervantes en sí, ni a eso que llaman fama o gloria, sino a una forma de humanidad, de amistad, de cordialidad, de entendimiento que he encontrado aquí, y que dudo se prodigue en otra región de la tierra con tanta generosidad como en ésta. Digo estas palabras no sólo pensando en mí, sino en miles de hijos de América que han hallado su nueva patria en la patria de Cervantes.

Que un hombre, a mi edad, se vea rodeado de pronto, sin merecerlas, por tantas formas de amor y de la comprensión, ya es, en sí mismo, uno de los mejores dones que el destino puede depararle, un regalo de los dioses, algo que, por desgracia, sucede muy pocas veces. En mi caso particular tengo más motivos que la mayoría por estar agradecido: llegué a España con la convicción de que lo había perdido todo, de que sólo había cosas que dejaba atrás y nada que me pudiera aguardar en el futuro. De hecho, ya no me interesaba mi vida como escritor. Sin embargo, aquí estoy, unos cuantos años después, sobrevivido. Esta sobrevida es lo primero que debo a los españoles. Estos años de regalo, en los cuales he vuelto a escribir con ganas, después de mucho tiempo de no hacerlo. He creído, gracias a esta tierra generosa, que todavía tenía algo que decir, un penúltimo grano de arena.

Ya que hablamos de primicias españolas, con relación siempre a mi persona, es conveniente que se sepa que el jurado del Premio Cervantes ha tenido en esta ocasión la quijotesca ocurrencia de otorgar esa gran distinción a alguien que desde su juventud estaba acostumbrado a ser un perdedor sistemático, a un permanente segundón que hasta entonces sólo había pagado a "placé" -o a colocado, como se dice en España- y que no tenía ninguna victoria en su palmarés. No dejo de pensar, a veces, en la irónica y compasiva justicia -o injusticia- de este, para mí, sorprendente fallo con que me han beneficiado. Cervantinos siempre, quijotescos, los miembros del jurado transformaron el pasado molino de viento de mis novelas en un soberbio gigante Briareo de cien brazos.

He leído a Cervantes, y en particular al Quijote, incontables veces. Era un niño cuando lo descubrí, y espero volver a leerlo una vez más, por lo menos, antes de morirme. Lo que nunca pude imaginar, ni siquiera en los momentos más delirantes de mi existencia, es que mi nombre llegara a estar unido al suyo. Hoy, por méritos que otros me han exagerado, lo está. Les agradezco su delirio, superior al mío. Para mí, de todos modos, no puede haber mayor motivo de emoción y de orgullo. Para mí y para todo novelista auténtico.

He dicho que soy desde la infancia un inveterado y ferviente lector de Cervantes. Todos los novelistas, sea cual sea el idioma en que escribamos, somos deudores de aquel hombre desdichado y de su mejor novela, que es la primera y también la mejor novela que se ha escrito. Una novela en la que todos hemos entrado a saco, durante siglos, y que, a pesar de nosotros y de tan repetida depredación, se mantiene, como el primer día, intocada, misteriosa, transparente y pura.

A pesar de que hay en este recinto muchas personas más cultas y talentosas que yo, y a pesar de provenir, como provengo, de un lejano suburbio de la lengua española, me atreveré a dar una tímida opinión personal sobre uno de los incontables valores de la obra de Cervantes y, en especial, del Quijote.

El planteamiento del libro, su esencial libertad creativa e imaginativa marcan la pauta, conquistan el terreno sin límites en el que germinará y se desarrollará toda la novelística posterior. El maravilloso entramado de la más cruda realidad y la fantasía más exaltada, la magia prodigiosa de dar vida permanente a todo lo que su mano, como al descuido, va tocando, son virtudes que ya han sido, y siempre serán, alabadas, aplaudidas y comentadas.

Yo no voy a referirme en este caso a la estética, a la técnica narrativa ni a la creación novelística de Cervantes, sino a otro sustantivo, tan inmediato siempre a la verdadera poesía y que yo he mencionado al pasar: la libertad. Porque el Quijote es, entre otras cosas, un ejemplo supremo de libertad y de ansia de libertad.

Mi entrañable amigo, el gran poeta Luis Rosales, tuvo el acierto de titular a uno de sus libros exactamente así: Cervantes y la libertad. Un enorme acierto, una enorme verdad.Porque la libertad ha sido siempre una principal preocupación, y también una causa principal, para todos los hombres sensibles e inteligentes.

Esta libertad que hoy respiramos, sencillamente, sin esfuerzo, como sin darnos cuenta.Esta libertad que a muchos parece trivial, aburrida, insignificante. Yo, que he conocido la libertad, y también su escasez y su ausencia, puedo pedir que siga siendo siempre así. Un aire habitual, sin perfumes exóticos, que se respira junto con el oxigeno, sin pensarlo, pero conscientes de que existe.

Amparándome en esta comprensión, en este sentido del humor (que no es un invento exclusivamente británico, sino también y principalmente español), protegido de esta forma, me permito declarar que yo, si tuviera el poder suficiente, que nunca tendré, hacia un solo cercenamiento a la libertad individual: decretaría, universalmente, la lectura obligatoria del Quijote.

Dijo Flaubert, quizá con excesiva ingenuidad, que si los gobernantes de su tiempo hubieran leído La educación sentimental, la guerra franco-prusiana jamás se habría producido. Por mi parte les pediría que leyeran a Cervantes, al Quijote. Confío en que si lo hicieran, nuestro mundo sería un poco mejor, menos ciego y menos egoísta.

Esta Libertad que yo le debo a España se la debo también, como todos los españoles y no españoles que vivimos sobre este suelo, principalmente a su Rey. Yo, que sufrí amargamente años atrás la derrota de un gobierno legítimo español, y que he sido toda la vida un demócrata convencido, nunca imaginé que me llegaría el día de hacer un elogio público y sincero a un Rey, a un monarca en cuanto tal, es decir: por el hecho mismo de ejercer la jefatura del Estado. Hoy lo hago fervorosamente, y querría que todas las repúblicas de América se enteraran de ello.

El fantasma de aquel manco desvalido, preso por deudas, vigila y sabe que no miento, que he dicho la verdad, honestamente.

Pido permiso a los señores académicos para citar una vieja frase latina: "Ubi Libertas lbi Patri".

Gracias, Majestad; gracias, España.

jueves

“Todos somos iguales ante una partitura de Beethoven”

El músico argentino-israelí, que inicia hoy una serie de presentaciones, explica el sentido de su trabajo al frente de la West-Eastern Divanh Orchestra: “Esta no es una orquesta para la paz. Para la paz se necesitan otras cosas, justicia, estrategias y comprensión”.

“Las dictaduras no dejan pensar. Por eso la gente, para pelear con ellas y para defenderse, piensa. En las democracias se puede pensar. Es fácil. Y por eso se deja de hacerlo. Se pregunta cómo es posible que si todos dicen querer la paz ella no sea posible. Y es que antes de otras cosas, hay que pensar. Si no se piensa, la paz no es posible.” Daniel Barenboim dice sentirse, con los años, cada vez más cerca de la Argentina. Estuvo en Buenos Aires hace diez años, para conmemorar el cincuentenario de su primer concierto. Y ahora vuelve para festejar los sesenta años de aquel debut. Cuenta que el lunes a la noche, recién llegado, luego de cenar con amigos fue a ver la casa de su infancia: “La vi de afuera, vaya a saberse qué han hecho por dentro”, señala. Habla con el porteño un poco antiguo de quien se fue hace tiempo y con un vago, inidentificable, acento extranjero. Vuelve, una y otra vez, a la cuestión de la paz, de la educación musical y de la cultura como patrimonio de los pueblos. Y dice: “Para estar aquí dejamos de ir a los festivales de Lucerna y de Salzburgo, así como en 2000 había dejado de ir a Bayreuth. No importa. Vale la pena. Quería estar aquí”.

Una foto temprana, publicada en la primera edición de su libro de memorias (o más bien de reflexiones acerca de su vida con la música) lo muestra parado junto al piano, de pantalones cortos pero con una expresión de extrema seriedad y concentración. La expresión no ha cambiado demasiado y Barenboim bromea. “Era un niño prodigio; sólo he dejado de ser prodigio”. Recuerda sus comienzos, y es severo consigo mismo. “En uno de los primeros conciertos en que dirigí a un solista, tendría 23 o 24 años, y me tocó dirigir a Rubinstein. Yo, que en ese entonces creía que sabía, le pregunté ‘¿a qué tiempo quiere que tome los tutti?’. ‘Al tempo giusto’, me contestó. ‘Trataré de seguirlo siempre’, dije entonces. ‘No lo haga’, me respondió él. ‘Si me sigue va a estar siempre detrás mío, y tenemos que estar juntos’.” Desde ese momento hasta la actualidad ha pasado mucho. Hoy Barenboim es uno de los músicos más importantes e indiscutidos, no sólo por sus interpretaciones sino por la claridad de sus puntos de vista y por la tarea humanística que lleva adelante con la West-Eastern Divanh Orchestra (ver recuadro). Tanto como pianista como en el papel de director de orquesta, ha impuesto su sello a cada una de las actividades que llevó adelante y cada uno de los organismos que condujo, empezando por la Sinfónica de Chicago o el Festival de Bayreuth. Es, sin duda, una de las estrellas del mundo de la música clásica y, no obstante, pocos se parecen menos que él a lo que el mercado espera de una estrella. Grabó siempre lo que le interesó, más allá de lo que las compañías discográficas pudieran preferir, y armó sus programas siempre como le vino en gana. “Mi padre me enseñó que la independencia es lo más importante, mucho más que la fama o el dinero”, reflexiona. “A veces digo que sé hacer muchas cosas, pero nunca aprendí a nadar. Un buen nadador busca siempre la corriente a la que acomodarse. Por eso no nado. Nunca pude y nunca quise acomodarme a las corrientes, así que voy en contra de ellas.”

Parte de esa independencia puede verificarse en la elección de la obra que hará en el ciclo de Conciertos del Mediodía, Dérive No. 2, de Pierre Boulez. “Es una obra extraordinaria”, dice. “Hace cuarenta años que dirijo música de Boulez y es un compositor que admiro muchísimo. Pero ésta es una obra fantástica, casi treinta minutos de un solo movimiento en crecimiento constante. Creo que es la obra que más placer me dio en mi vida en el momento de la lectura”. Que esta composición pueda ser hecha por integrantes de West-Eastern Divanh es una prueba, por otra parte, del nivel al que llegó esta orquesta, que comparte concertino con la Filarmónica de Berlín y cuyo solista de oboe, por ejemplo, lo es también de la Filarmónica de Viena. “Fue una orquesta juvenil al comienzo pero ya no, gracias a que muchos de los músicos han querido quedarse. Y también debo aclarar que no es cierto que Edward Said y yo hayamos decidido formar una orquesta. Nunca se nos ocurrió que fuera posible. Nuestro plan era hacer un proyecto humanitario, e igualitario, que tuviera a la música en primer plano. Una serie de talleres que desembocaran en una serie de conciertos. No sabíamos con cuántos músicos nos encontraríamos, en Palestina u otros países árabes, que tuvieran nivel como para tocar. Para la primera convocatoria hubo doscientos inscriptos, sólo del mundo árabe. No todos tenían buen nivel pero los mejores tenían muy alto nivel. Resulta impresionante ver a lo que se ha llegado, teniendo en cuenta que más del sesenta por ciento de los integrantes nunca había formado parte de ninguna orquesta y el cuarenta jamás había escuchado a ninguna en vivo. Que esa misma orquesta pueda hoy tocar las Variaciones de Schönberg en el Festival de Salzburgo y dejar al público con la boca abierta es un gran orgullo. Hay que decir, además, que los músicos tienen verdadero coraje cívico. En muchas ocasiones para participar de esta orquesta deben ir en contra de las leyes de sus propios países, que no les permiten tener contacto con los otros.” Una violinista integrante de la orquesta, israelí descendiente de argentinos, cuenta al respecto: “Uno tiene miedo a lo desconocido y a lo diferente. La experiencia es que, al conocer a quienes deberían ser mis enemigos como gente, como personas, como músicos, el miedo baja”.

Barenboim fue, casi al llegar, al recién reinaugurado Teatro Colón. “Verlo como nuevo, es decir con todo lo viejo respetado, con toda esa belleza, y volver a vivir todos los recuerdos de los grandes músicos que escuché allí, fue para mí una experiencia muy intensa y agradezco infinitamente a las autoridades que nos permitan tocar en ese teatro.” El director cuenta las historias personales de varios de los integrantes de la orquesta, entre ellos uno de sus hijos, que en la actualidad es uno de los concertinos. Reflexiona acerca de cómo el hacer música juntos los transforma y, a la vez, aclara: “Esta orquesta no es un proyecto político. Me preguntan cómo puede no ser político algo que involucra que estén juntos israelíes, jordanos, sirios, egipcios, turcos. Y es que la política es el arte del compromiso y la música es el arte de todo menos el compromiso. Se dice, muchas veces, que ésta es una orquesta para la paz. No es así. Para la paz se necesitan otras cosas, justicia, estrategias y comprensión. Esta orquesta es un modelo alternativo. Y pone en escena la pregunta de por qué quienes son supuestos enemigos pueden funcionar juntos en una orquesta y no en la vida cotidiana. Y la respuesta es sencilla. Ante una partitura de Beethoven, y digo Beethoven solamente porque es la música que haremos aquí, todos somos iguales. Nadie pregunta nuestra cédula de identidad y todos tenemos los mismos derechos y posibilidades, lo que, lamentablemente, no sucede en nuestra región, donde hay territorios que están ocupados desde hace 43 años. Por supuesto, siempre que hay un conflicto las culpas están repartidas. Pero, en este caso, hay una responsabilidad mayor de unos que de otros, en tanto unos ocupan los territorios de otros. Una orquesta no puede solucionar eso. Eso se soluciona de otras maneras”.

Para Barenboim todo está cargado de significado. Si para Godard hasta un travelling era una cuestión moral, para este músico capaz de dirigir Wagner de memoria, tocar al día siguiente la obra pianística de Schönberg y, como si con eso no fuera suficiente, conducir la misma semana la integral de las sinfonías de Beethoven, o de Bruckner o Mahler, cada matiz, la manera de resaltar un tema en una voz o de hacer una mínima pausa antes del ataque de un motivo determinado jamás son cuestiones puramente sonoras. O sí, pero en su idea del sonido puro se encierra una cierta metáfora del universo. “Una programación requiere una cierta dramaturgia –explicó Barenboim a Página/12–. Yo creo que las obras que se tocan deben tener una afinidad o tal vez un gran contraste. Por eso incluimos, en uno de los dos conciertos de cámara que haremos, a Schönberg, un compositor que cada vez me interesa más. Cuando yo me fui de Argentina, tenía 9 años y Schönberg no era nada conocido. No sólo aquí sino en el mundo. La modernidad era Bartók, Prokofiev, Shostakovich. La segunda escuela de Viena, para mí, fue un descubrimiento posterior. Y, sobre todo, Schönberg, que es alguien visto generalmente como inaccesible y áspero. En primer lugar, no siempre lo sencillo es accesible. A veces es simplemente aburrido. Y tampoco es cierto que lo complejo sea necesariamente inaccesible. Ycualquier cosa, para que pueda ser disfrutada necesita cierta familiaridad. Y no se trata sólo de la familiaridad de la música de Schönberg con el público sino, también, con los músicos. Una orquesta que toca una pieza difícil, como las Cinco piezas Op. 16, una vez cada diez años y a las apuradas como para estudiar todas las notas, jamás va a poder hacer que la obra sea disfrutada porque no la van a disfrutar ellos. En este caso, en que tocaremos la transcripción para dos pianos, también nos fue resultando cada vez más familiar.”

miércoles

Prólogo a "Cuentos completos", Francisco Espínola

Cuando se habla de Francisco Espínola hay que deslindar, sabiamente si es posible, la imagen del hombre -—profesor, charlista—- de lo que tiene que ver con su tarea estrictamente literaria como creador. Por un lado la imagen de Paco es evocadora, para muchos, de todo un cálido ámbito donde vive —sobrevive— el conferencista sensible, inteligente, que discurría sobre temas tan diversos como lo pueden ser "La Creación literaria" o "Carlos Gardel"; " .. su obra de maestro fue desarrollada en inmensas, incansables, innumerables charlas llenas de humor apasionado y en cientos de clases del más alto nivel cuya riqueza de imaginación y

afinamiento eran tales, que podía detenerse preciosamente —dos años y sin repetirse— en el análisis estilístico del "Canto Quinto de la Odisea". Así lo recuerda Carlos Maggi. Espínola se ganó en este terreno un afecto que hoy, a siete anos de su muerte, vive en el cálido recuerdo de muchos que le conocieron. Incidentalmente hay que señalar también sus preocupaciones respecto a temas fundamentales del país, una preocupación que, en lo estrictamente político, lo llevó a participar directamente en episodios como Paso Morlán, en 1934.

Pero el propósito de estas líneas es centrarnos fundamentalmente en su tarea literaria y, especialmente, en sus cuentos. La obra edita de Espínola, aunque desarrollada a lo largo de muchos años, es escasa: dos libros de cuentos ("Raza Ciega", 1926; "El Rapto y otros cuentos", 1950); una novela ("Sombras sobre la tierra", 1933); una obra teatral ("La fuga en el espejo", 1937) y un ensayo sobre temas de estética ("Milón o el ser del circo", 1954). En este resumen no hay que dejar de citar "Saltoncito", obra destinada a los niños, y el inconcluso:—aunque se han editado varios capítulos— "Don Juan el Zorro".

Un orbe literario con altibajos, por supuesto. Tanto su obra teatral como su ensayo sobre estética no parecen tener el valor que, en su momento, señaló alguna crítica. Por el contrario, su obra narrativa tiene no solo vigencia sino un lugar a llenar en el panorama de las letras uruguayas; quizás su única novela, "Sombras sobré la Tierra"—a pesar de los hallazgos en la recreación de ambientes (los prostíbulos del interior) y en la formulación de personajes y situaciones— se nos hace hoy un tanto reiterativa, algo desprolija, y débil en la intención de crear un orbe metafísico en torno del personaje central. De todas maneras esta novela, editada en 1933 —el autor tenía sólo treinta años—, ocupa un lugar destacado en la evolución del género en nuestra literatura.

* * *

En una valoración global de la narrativa de Espínola la elaboración estilística tiene un lugar clave: quizás aquí estriba uno de sus aportes fundamentales. Espínola posee un estilo nítido, preciso; sus relatos están siempre cuidadosamente elaborados, nada sobra ni está puesto porque sí. El autor sabe siempre a donde quiere ir. Un trabajo calculado, consciente, de un narrador al cual el relato nunca se le va de las manos. "Cuando escribía los cuentos de Raza Ciega, después componiendo Saltoncito o algunas otras cosas, yo mantenía una actitud vigilante respecto a las técnicas, o los procedimientos de realización, cuyos problemas íbanse presentando y debía, en la ocasión, resolver como podía (. ....) Y era este un honrado afán. Porque en arte el deseo de dominar en lo posible una técnica no nace del propósito de aderezar, de hacer que las cosas sean mas lindas, sino para que ellas puedan pasar al receptor, al lector, tal como son, tal como están en uno, lo mas fielmente posible". Así lo definía el propio Espínola. Un dominio del oficio narrativo, de sus técnicas, que le permite —por el claro dibujo del relato, por la precisa arquitectura de la narración— resolver positivamente cuentos que, en algún caso, atendiendo a otros aspectos, podrían parecer de tono menor.

Pero lo realmente importante, como lo verá el lector en varios de los cuentos aquí reunidos, es notar cómo esa preocupación estilística —un trabajo de orfebre casi— no sale a la superficie, no se exterioriza. Por el contrario, el relato fluye fresca y naturalmente; aunque si miramos atentamente, se nota algo así como una "tensión interior" que vertebra muchos de sus cuentos: el juego de los diálogos, el uso del "tiempo" narrativo", la forma como recurre a palabras e imágenes, sabedor del poder evocador de cada una de ellas, revelan al narrador atento al uso de todos los recursos literarios. Pero, importa reiterarlo, esto no sale primariamente a luz; el lector no queda con la sensación de artificiosidad que, ante tanta preocupación formal, podría suponerse. ;

Este dominio del arte narrativo se hace deslumbrante en "Don Juan el Zorro"; un libro inconcluso, inédito en su mayor parte, pero que muestra al escritor maduro que cuenta, fresca y gozosamente, las peripecias dé este personaje creado a partir del meollo mismo de las tradiciones populares. Las comparaciones, las minuciosas descripciones de ambientes, el humor que irrumpe —sabiamente convocado— en medio de las situaciones más dramáticas o solemnes, van estructurando un relato, a medio camino entre lo real y lo maravilloso, ejemplar en la literatura uruguaya, lo formal, como dice Maggi, es tan importante o más, que el propio contenido argumental de la narración. Inconcluso, "Don Juan el Zorro" es, atendiendo especialmente a los procedimientos técnicos, la culminación de la narrativa de Francisco Espínola.

Es ese mismo dominio de su oficio el que le permite, volviendo a sus cuentos, crear relatos como "Yerra" ó "Visita de duelo"; cuentos breves y sin excesivas pretensiones que, sin embargo, son excelentes testimonios de una capacidad para crear una atmósfera (situaciones, anécdotas, personajes) a través de rápidos pincelazos. En "Yerra", por ejemplo, el relato surge pleno de fuerza y color: en medio de un clima poblado de gestos, ademanes y gritos, la anécdota se desarrolla viva, nerviosamente; incluso el enfrentamiento de los dos hombres tiene, a pesar de la leve aura de humor que tiñe el cuento, gran fuerza dramática. Lo mismo cabe decir de cuentos como "El Angelito", "El hombre pálido", "los Cinco" y, por supuesto, esas dos obras maestras del relato breve que son "¡Qué lástima!" y "Rodríguez".

En la cuentística de Espínola importa destacar también el conocimiento que tiene el escritor maragato del mundo que quiere recrear, sea éste urbano, suburbano, o decididamente rural. Precisamente a este ámbito, el rural, pertenecen la mayoría de sus cuentos; temas, situaciones, incluso tradiciones populares (el velorio de los angelitos, por ejemplo), son reelaborados literariamente. Los personajes de este mundo son, inmersos en su entorno, seres primarios, arraigados y confundidos en la vida elemental del campo.

Importa destacar especialmente que el autor no se limita a una simple copia de la realidad; por el contrario Paco descubre en estos despojados seres nuevas posibilidades: la ternura, la solidaridad, la compasión a veces, los dimensiona de manera distinta. "A mi no me gustaba la literatura gauchesca—dice el autor— yo quería algo mas delicado". Delicado es en Espínola, en medio de una narrativa afincada en el realismo, esa búsqueda de matices interiores, ese intento de ampliar el diapasón para recrear, contando, las peripecias humanas. De ahí que en "El hombre pálido" o "Cosas de la vida" los maleantes que llegan hasta los ranchos a robar se sientan oscuramente tocados y desistan; la piedad, la solidaridad, sutilmente elaboradas, surgen de improviso en estos hombres decididos a todo. Otras veces, como en "¡Qué lástima!", es la ternura, sugerida por gestos o palabras, lo que atraviesa al sesgo a los dos paisanos que beben desoladamente en un perdido boliche de campaña. Todo queda allí temblando en un sutilísimo ámbito a medio camino entre el humor y la tristeza, hasta que una cálida ternura envuelve a los personajes "como bajo una caricia", según dice Espínola en otro de sus cuentos. Se trata sin duda, de un relato ejemplar que bien podría tener como acápite la cita de Cervantes que encabeza "Don Juan el Zorro": "... y tiene aquel tono triste con que alegrarnos solemos".

Otras veces esta función catalizadora tiene como vehículo el humor que, viva o soterradamente, recorre muchos de sus mejores cuentos. En "Los Cinco" el humor se hace grotesco, supera la realidad y trastoca todos los planos; hasta que de golpe, cuando acaba, quedamos sumidos en una delicada sensación de melancolía. En el caso de "Rodríguez" el humor sirve para ir jugando sabiamente el enfrentamiento entre aquella artera, mágica, figura que espera en el bajo, y ese Rodríguez que, ajeno a todo, mansamente, trota en su zaino. Un relato magistral por el afinado juego de lo real y lo sobrenatural, por la economía de recursos, por la brevedad; una brevedad que no le impide crear personajes y situaciones —tiene hasta; un cierto "crescendo" dramático— de impecable nitidez. Un cuento donde, como bien lo define Visca, lo mágico y lo real "se fusionan sin solución de continuidad, creando un clima poético en cuya elaboración son factores esenciales el humor y la gracia".

* * *

La crítica ha insistido mucho en esta capacidad de Espínola para redimir, salvándolos, a estos seres elementales. Un proceso que, como vimos, se realiza tomando la ternura, la compasión, la solidaridad o simplemente el humor, como vehículo catalizador. Pero se ha insistido también en señalar cómo logra Espínola instaurar en tales ambientes un clima ético, metafísico o existencial, de múltiples posibilidades y resonancias. Hombres primitivos en cuyo interior luchan agónicamente fuerzas (el bien, el mal, la pureza) que dan proyección universal a sus conflictos; "almas de dimensión trágica" definen Visca, Zum Felde y Esther de Cáceres.

Hasta aquí la crítica. Creemos que esto debe ser reexaminado con la cautela y la perspectiva que el tiempo necesariamente permite. En "Sombras sobre la tierra", por ejemplo, las referencias metafísicas y cristianas nos parecen extemporáneas, agregadas a personajes que no tienen la estatura suficiente como para hacerlas creíbles. Y pensamos que este "clima ético que busca Espínola (incluso ea su obra de teatro) no es la vertiente de sus mejores logros. Es probable que si el lector centra su atención en esta zona, algunos de los cuentos le resulten desvaídos, pobres: a medio camino entre la intención y lo realmente realizado.

Subyace en toda la literatura de Espínola una particularísima y coherente forma de concebir los aconteceres humanos; el autor tiene, frente a lo que quiere contar, una mirada. eminentemente cordial que él mismo describe así: Gorki (...) me infundió creo, el modo, la actitud tan francamente respetuosa —reverencial, mejor— y tierna de recibir en el alma al personaje que se está creando; en la necesidad de descubrirlo, más para admirarlo y amarlo desde una intensa soledad íntima, que para ponerlo, en escritura...". Una actitud de abierta simpatía que va ganando terreno paso a paso. ("Hay que ir entrando sin apuro, como quien no quiere la cosa, en el ánimo del que pretendemos que se nos entregue ..." dice el cantor en "Don Juan el Zorro"), que va creciendo y buscando aprehender los matices sicológicos, el entramado mismo de estos hombres.

Pero Espínola apunta más alto. Baste en todos sus cuentos: una deliberada búsqueda de seres humildes, un universo poblado de hombres y mujeres marginados, fronterizos vivientes en dramáticas situaciones, que configura una de las facetas claves de estos cuentos. Es un aspecto que conviene subrayar, en la medida que pone de manifiesto las convicciones sociales y existenciales del autor.

***

El lector queda frente a un escritor de indiscutible importancia; un narrador que nos ha dado dejado una obra literaria que aunque ambientada en lo rural, recorre un camino absolutamente original que lo diferencia de todos los creadores nacionales. En suma: un estilo cuidado, preciso –deslumbrante muchas veces-; paisajes, temas y personajes reales, verosímiles, verosímiles, incluso cuando los atraviesa y los transforma la compasión, el humor o la ternura. Un conjunto de elementos que se conjugan para que el lector acceda a un universo narrativo, por muchas razones, clave en la literatura uruguaya.

jueves

Cuál sería tu origen

Quizás el de cavidad partiendo piedras, tallista
quizás el de viejo vendiendo frutas en la calle.

Tu camino, el del ausente entre ausentes
el del artista del arte.

Poeta de universo, el de adoquines gastados
estrellas que se allegan, fantoches, bichos de luz.

Exorcista, letra rechazando espíritus
aprobando en bazares de miserias
instrumentos humanos del dolor.

sábado

¡QUÉ LÁSTIMA!

Paró la oreja Sosa al oír exclamar al desconocido:
-¡Qué lástima, qué lástima, que la gente sea tan pobre!
Sosa ni caso había hecho cuando, media hora antes, vio recortarse en la puerta del despacho de bebidas al escuálido forastero. Siguió absorto en una sensación penosa que lo embargaba frecuentemente. Pero al rato, cuando separado ya el pulpero oyó al otro cerrar la conversación con “¡Qué lástima que la gente sea tan pobre!”, la sensación, de golpe, cambió de efecto. Y comenzó a reconfortarlo algo así como un desahogo.
¡Con que extraña dulzura había sido pronunciada la frase! Sin rabia, sin rencor... A nadie culpaba. Como si de las desgracias del mundo los hombres no fueran responsables.
-¡Eso está bien!- se dijo para sus adentros Sosa.
Y le pareció que rozaba todo su cuerpo desmirriado, como acariciándose a si mismo, contra un muro sin fin de largo y de color gris pizarra.
Con interés afectuoso observó. El desconocido era casi tan alto como él; y él era largo, de veras. Y, como él, flaco. Lampiño, y él tenía bigote. De botas raídas, y él con alpargatas. Los pantalones, a lo mejor, eran a media canilla, como los suyos. Pero con las botas, los extremos no se veían.
-A ver caballero, ¿qué se va a servir?
El otro se tornó hacia Sosa y miró en derredor. El invitado era él porque no había más nadie.
-Otra caña- respondió reposando en Sosa una mirada tiernísima.
El patrón, negro, ya viejo, de encasquetado sombrero muy copudo, sirvió sin decir palabra, llenó asimismo su gran “vaso particular” y tornó con él al rincón donde, entre el mostrador y la desmantelada estantería, sobre una pequeña mesa, escribía entre borrones la carta que cierta muchacha de las mancebías le encargó para el amor que estaba preso. Además de sombrero tenía lentes, el negro. Unos lentes de níquel, comprados de ocasión cuando el vendedor le dijo a boca de jarro: “Usted lo que precisa es lentes”.
Si no se lo hubiera dicho así, de golpe... El negro, desde su candidez tocada, aunque cabeceando un poco, sintió que no podía hacer otra cosa que sacar el dinero...
-¿Es forastero el señor?
- Es verdá. Vengo de Santa Escilda. Y medio ando por encontrar conchabo
en la curtiembre de los Bastos.
-Buena gente, sin despreciar... ¡Salú!
Y alzó el vaso amarillo.
Entro un perrito a la taberna. Y tras él una mujer muy llamativamente acicalada que, mientras adquiría, buscó inútilmente con los ojos la mirada de los que estaban allí.
-¡Este hombre es muy gente!- pensaba Sosa.
Y comprendió que estimaba al desconocido con un cariño sin tiempo.
Cuando la joven se retiró sin haber conseguido ni por un momento atraer la atención de los amigos, Sosa se había alejado un poco de sus pensamientos, pues le andaban en la mente un carrito de pértigo y una yegua tordilla sobre la cual se vio al momento salir del monte con una carga muy grande. Con ahinco trató echar las imágenes por lo menos dentro del monte, otra vez. Pero infructuosamente. Tuvo que volver, pues, con ellos, al hombre que tenía la frente. Y dijo, al principio sin saber a dónde iría a parar; después, desde una grave firmeza.
-Yo tengo un carro y una yegua, caballero... Me la rebusco monteando y vendiendo leña en el centro. Yo, el carro y la yegua estamos a la disposición.
-Se agradece en lo que vale. ¡Salú!
Se alzaron los vasos inseguros.
Sobre el mostrador pendía la lámpara. Las sombras de los amigos se acortaban. Ellos callaban. Bebían caña. Sosa sentía algo imposible e expresar, pero que era como el desarrollo de aquél “¡Qué lástima, qué lástima que la gente sea tan pobre!”, que le había hecho parar la oreja. O, tal vez, era un “¡Qué lástima!” sólo, que crecía y embargaba todas las cosas del mundo, y con ellas subía más allá de las nubes y las mostraba así, desoladas, míseras, a alguien capaz, si mirara, de acomodarlas mejor.
Con el índice mesaba los pelos del bigote contra ambos lados del labio.
Se oyó el pitar de un silbato. Otros, lejos, sonaron también. De la calle llegaron voces. Y una voz de mujer, clara y metálica. Más atrás, del fondo de la noche, ladridos. Y el jadeo de una locomotora.
El patrón, en un instante, al beber gran trago de caña, los miró fijo. Pero sin verlos, abstraído, inclinado a un costado el sombrerazo para rascarse las motas ya grises. Era que, escribiendo cada vez con más empeño lo que la muchacha le recomendaba, se inquietó de súbito. Desde el principio de la escritura el corazón del negro se había ido conmoviendo secretamente. El nunca hizo cartas. No tenía a quien. Y esto que anotaba a pedido venía tan bien con lo que podía confiar a un amigo lejano, si lo tuviera, que, repitiendo un sorbo de caña, Ponía sobre el papel, despacio, tembloroso, como algo íntimo: “Las cosas marchan muy mal. Viene muy poca gente. Ya los tiempos de antes no volverán nunca más...”
El negro vaciló, parpadeando. Se alejaba de las palabras de la muchacha.
Pero continuó por su cuenta, atraído como por una voz que lo llamaba desde el fondo de su ser: “Y cuando no hay nada al lado, cuando no hay nadie, nadie al lado, entonces se piensa en cuando la niñez. ¿Tan linda que era!”
Algún recuerdo muy hundido fue tocado por esta frase, pero la conciencia manoteó de nuevo, por suerte, la imagen de la muchacha, y, con ello, las verdaderas palabras a revelar en la carta hicieron presente su expectación. Lo que debía seguir era: “Voy a comprarme una pollera azul y un saquito blanco...”.
Esto, pues, lo volvió por entero a la realidad. Allí fue dónde el negro quedó en desazón. Inclinó a un costado el sombrero. Sin verlos, miró a los dos largos parroquianos. Dejó la pluma. Se quitó los lentes. Llevó a los labios su gran “vaso particular”. La vista le oscilaba.
-Otra vuelta, haga el bien.
Estaban bastante cargados. El tabernero sirvió y tornó a su pequeña mesa.
Y por no recordar el acongojante giro que había tomado la misiva, comenzó a turbarse con cosas menos embargadoras. Las manazas sobre el manchado pliego de papel, ante el temor reciente y bienhechor a un pedido de fiado o a una fuga intempestiva o a un seco “Aquí no pagamos nada y se acabó”, él se puso en guardia.
-Yo en seguida me di cuenta, Juan Pedro, que usté era una persona gente confiaba con ternura Sosa al que acababa de revelarle el nombre.
Juan Pedro sonreía. Y posaba en su reciente amigo, alto, flaco, pantalón muy por encima del tobillo –como el pantalón de él, sí, si él no tuviera botas-, posaba una mirada tan dulce que casi no miraba nada.
Y vuelta a aparecérsele a Sosa el carro y la yegua Tordilla. Y vuelta a llevarlos, ahora ufano y dichoso, hacia su compañero.
-Usté, Juan Pedro, cuando quiera la yegua, va a mi casa y la saca. ¿Fuma otro, Juan Pedro?
Juan Pedro, ya con las manos muy torpes, lió un cigarrillo, encendió y dejó que saliera libremente, de toda la boca, el humo.
-Usté, cuando la precise, va, no más, a mi casa y saca la yegua... Y si yo no estoy, la saca lo mismo.
Vaciló. La realidad no daba más y su ardiente pasión quería más, todavía.
Y arrolló la realidad. Y salió al otro lado, terriblemente amoroso, diciendo:
Y si la yegua no está... ¡usted la saca, lo mismo!
Esto de sacar la yegua aunque la yegua no estuviera, conmovió hasta el estremecimiento a Juan Pedro. No advirtió que faltaría la yegua. O le pareció que la yegua podía estar ó no estar. Porque lo cierto es que ”si la yegua no está, la saca lo mismo”, se le quedó bien grabado y era lo único que permanecía firme entre cosas que comenzaban a tambalearse.
Volvió a mirar a su amigo. Pero apenas si lo veía. Se veía él, él solo, ya hasta la perenne sonrisa se le daba vuelta. Como si le hubiera hecho convexa. Se quería a sí mismo, ahora, y ascendía en alas de su amor, sobre los mundos.
Llevándose la mano a la cara, comenzó a acariciarse la sonrisa.
-La yegua es suya, amigo Juan Pedro- seguía Sosa por su lado, implacablemente generoso, con los ojos apagándosele.
Juan Pedro, que no pudo soportar sino por breve tiempo su delirio, había posado otra vez en la tierra, ahora contrito. ¿Qué podía dar él en retribución a aquel corazón fraterno? ¿O qué decir, al menos? Juan Pedro tenía ganas de llorar. Cierto caballo de que una vez fue dueño de pronto se le apareció y espantó su sonrisa. Lo vendió al llegar a Santa Escilda porque, por desgracia, ¿para qué quería caballo en aquél pequeño villorrio? Cuando comprendió para que lo quería –para quererlo, precisamente- era ya tarde. Se había gastado la plata en las pulperías. Y el caballo zaino siguió con un tropero hacia “La Tablada”, allá tan lejos. Y pasó de regreso, a los días. Y volvió a cruzar como al mes. Hasta que caballo y tropero desaparecieron. ¡El, él lo había vendido! ¡Aquel caballo amigo! Y el amigo pasaba y repasaba. Y él a veces, no plata tenía para emborracharse a cada pasada. Y sobre todo cuando ya no pasó más. Ni en un mes, ni en dos: nunca, nunca más.
-La yegua es suya...
-¡No compañero! ¿La yegua no es mía, es suya!- El negro, con inquietud, se acomodó el sombrero y, a una señal de Sosa, trajo otra vuelta.
-Es suya digo
-¡ No, no, Sosa! ¡No, no! ¡Es suya!
-¡Es suya, amigo!
-¡No, Sosa, no!
Y la mirada se le mojaba de lágrimas.
-Vamos, compañero, la yegua es suya.
-¡No, no es mía; no es mía!
-Es que usté no me entiende lo que le quiero decir- advirtió Sosa, por fin.
Bebió un trago, chupó, sin advertir que inútilmente, la apagada colilla y explicó, recalcando las palabras:
-Yo, lo que le quiero decir, es que la yegua es suya.
Juan Pedro, vencido, abrió los brazos. Y los dos amigos, tan altos y flacos, de botas el uno, de alpargatas el otro, se estrecharon palmoteándose suavemente las espaldas, bajo los ojos del negro cuyo espíritu había caído en la conversación como en un remolino y no hallaba nada en que agarrarse.
Un indio que entraba desaprensivamente a la taberna se detuvo bruscamente. Pero convencido de que aquello no era pelea, se aproximó al mostrador, pidió y bebió sin respirar.
-¿Y qué es de esa preciosa vida?
-Bien, por el momento- contestó el negro después de un silencio, porque la pregunta le tardó en llegar y la respuesta en salir.
De inmediato, sin embargo, tuvo la sensación de que lo habían sacado como de un sumidero.
Salió el indio. Ya en la calle su voz se oyó entre risotadas.
¡Como ladraban los perros, lejos desde el fondo de la noche!
-¡Yo soy así! ¡Yo soy así!- sostenía Sosa golpeándose el pecho frenético de dicha.
Ahora si lo había empezado a ver otra vez Juan Pedro. Medio borroso, pero lo veía. Percibía el bigote de Sosa, sus pantalones por encima del tobillo, sus alpargatas. ¡Era tan extraño aquello! El no le miraba más que la parte superior del cuerpo. Y lo veía, sin embargo, hasta los pantalones y las alpargatas.
Ya no podían más de caña.
-¿Qué le parece... si saliéramos... un poco... a refrescarnos... y después volvemos... a tomar?
Juan Pedro aceptó con un cabeceo. El tabernero se caló los lentes, echó atrás el sombrero y sumó. Sucesivas rectificaciones fueron contraproducentes. A cada vez el resultado era distinto. Se sacó el sombrero. Llevó al mostrador su “vaso particular” y le bebió el último sorbo. Su cabeza de grises motas volvió a inclinarse. Después de aquel breve descanso se resolvió a sumar por última vez y a tomar aquel resultado como definitivo. Con la conciencia ya más firme dio a cada cual su vuelto. Pero perdió pie de nuevo cuando oyó que Juan Pedro decía a su amigo Sosa:
-¿Vamos saliendo, Juan Pedro?
El espíritu del negro, quien ya se acomodaba otra vez el sombrero, flotó un momento en el vacío. Y como el ventarrón a una hojita, así se lo llevó lejos lo que, desde la puerta, al rodear con el brazo el cuello de su camarada, exclamó Sosa:
-¡Cuidado, Sosa, cuidado con el escalón!
Sin mirar, el negro vio la mesa, el lapicero, la carta. Y vio cruzar todo veloz. Y hundirse allá en el fondo de aquello donde ladraban, ladraban los perros...
Se sacó le sombrero.