domingo

Recuerdo para Susana Soca

En un principio era un fantasma lejano – los hay demasiado próximos – que gastaba sus millones en París dándose el gusto de editar una revista llamada “La Licorne” en la que colaboraron los más destacados escritores, en aquella época, de Francia.
Cuando la horda teutona se puso en movimiento, Susana – como la primera persona de la chanson – tenía dos amores: su país y Paris. Eligió el último porque era el que más la necesitaba en aquellos años. De manera que se sumergió en el maquis. Es fácil imaginarla, diminuta, torcida en su bicicleta, recorriendo Francia, llevando y trayendo mensajes, bordeando el precipicio de la muerte. Terminada la guerra, Susana volvió a Montevideo con algún centenar de recuerdos que no podía suprimir y docenas de poemas que no quiso publicar. Y trajo también su idea fija: La Licorne.
No conocía a Susana Soca sino algunos poemas sueltos, en español o francés, que me produjeron más respeto que admiración. Y el deseo de saber más de ella.
Es natural en los provincianos un afán indudable por la clasificación veloz y definitiva. Por eso escuché en Madrid, de boca de un turista:
- ¿Susana Soca? Claro. Era una esnob millonaria que compró un palacio en la calle
San José y lo convirtió en museo.
Mucho y muy inteligente se ha escrito sobre los esnobs. Pertenecen a todas las categorías sociales. La palabra me hace recordar una definición de Benavente sobre la cursilería: quiero y no puedo. Porque el “museo” de Susana estaba hecho con obras maestras, de esas que contribuyen a creer que la vida no es tan mala, al fin y al cabo. Susana sufría, sufrió durante toda su vida. Pero me atrevo a suponer que mirar diariamente un Picasso, un Cézanne, un Modigliani ayuda a vivir y seguir viviendo. El arte justifica la vida, espectáculo, lectura o creación.
Ya instalada en su museo y con La Licorne a cuestas e impresa en español, Susana siguió luchando por la supervivencia de la revista, a pesar de las vallas presumibles.
Así, un día, le pidió al director de la revista – Guido Castillo – que me extrajera un cuento y fijara el precio. Por entonces yo también estaba influido por el ambiente “antilicorne”. De modo que pedí un precio increíble para aquellos tiempos y me tomé la mezquina venganza de colocarle un título casi tan largo como una página.
Susana pagó agregando su lamento por no ofrecerme más, ya que la revista mostraba un déficit implacable y previsto. El cuento fue publicado sin mutilar el título. Y hasta logré encontrarme con personas que me dijeron que se trataba de mi mejor relato, nombre incluido.
Unos meses después, convencida no sé por quién de que lo de cuentista no quitaba la buena educación, Susana Soca me invitó a una reunión en su casa. Me acerqué con timidez media hora antes a una esquina de café en la manzana de la residencia de Susana y estuve presenciando la descarga de comestibles y botellas que se hacía desde una camioneta, propiedad de la mejor confitería que teníamos entonces en Montevideo.
Yo estaba muy bien trajeado para la ocasión. Pero, en los llamados días laborales también actuaba como un esnob al revés. Tenía camisas de hilo de Irlanda, zapatos hechos a medida, una serie de corbatas cuyo origen había olvidado. Pero me vestía y ambulaba con una tricota gastada, pantalones viejos, alpargatas barbudas.
Era la hora, terminé de envidiar y toqué el timbre. Un mayordomo, claro. Después, demasiada gente, demasiadas voces. Algún amigo o conocido con el que pude apartarme y remover los lugares comunes que parecen constituir el suelo de los hombres de letras. De pronto surgió Susana Soca para saludarme. Era pequeña, nerviosa, más hecha que yo para habitar un mundo de silencio. Recordaba una frase de Anatole France: “Tenemos que vivir y eso es una cosa muy difícil.” Sigo viendo sus hermosos ojos, siempre intimidados, su cuerpo frágil, apenas tembloroso, tan parecido al de un pájaro, armado para huir. Parecía estar en eterna actitud de pedir perdón por algún pecado inexistente.
Creo que esto se expresa mejor en el poema “La Demente” que publicamos.
Luego todo continuó como cualquier reunión o fiesta, hasta que la mezcla de intelectuales y semiaristócratas juzgó que era prudente marcharse. Pero una pausa: en un momento tal vez calculado, Susana se acercaba sonriente: – Mi madre quiere saludarlos.
Entonces peregrinamos hasta una habitación lejana y nos era dado ver a la gran hechicera sentada en un sillón, entre almohadones dispersos, inmóvil y desconfiada, con ojos incongruentemente policiales. Iba extendiendo la mano seca y enjoyada mientras Susana recitaba nombres. Para mí se trataba de un trasplantado Saint-Germain y yo era Marcelo en el mundo de los Guermantes.
Terminada la ceremonia todo seguía igual; no para mí que había aumentado mi odio por la anciana. Porque sabía que su misión en la tierra era estropear todo posible destino de felicidad a Susana, dominarla, exigir que rogara su visto bueno antes de que la hija tomara cualquier resolución.
* * *
Una noche, después del besamanos y la bebida, quedamos solos Castillo y yo como resaca de la fiesta. Estábamos en el desordenado escritorio donde ella trabajaba y leía.
Uno de los muros de la biblioteca daba a un jardín lleno de perros enfurecidos e invisibles que reprochaban nuestra presencia. No queríamos irnos sin despedirnos de Susana. Pero los minutos pasaban entre frases tediosas y Susana no aparecía. De pronto y sin ruido se materializó en una puerta, con un abrigo oscuro y lista para marcharse. Balbuceando, encogida y temerosa. Nos dijo:
– Recibí un mensaje y tengo que salir. Pero ustedes pueden quedarse. Les dejo una botella. Revuelvan donde quieran y si algún libro les gusta... No tienen que llamar; el portón queda abierto.
Aparte de vicios menores, Castillo era bibliómano; de modo que, revolviendo libracos, encontró muchos motivos de asombro y alegría. Por mi parte, pretextando novelas que nunca iba a escribir me dediqué a revolver escritorios y secretaires. Y esta indelicadeza fue pronto y bien recompensada. Entre poemas y proyectos descubrí una carta de Pasternak a Susana. Estaba escrita en un francés casi peor que el mío, con grandes letras retintas y una grafía exótica.
Susana había hecho un viaje a Moscú para conversar con Pasternak, a quien admiraba mucho y dedicó un hermoso poema. La carta era muy anterior al premio Nobel y al vergonzoso escándalo y a las doscientas ediciones piratas de “Doctor Zhivago” que surgieron en español. Todas espantosas.
En aquella carta Pasternak le explicaba a Susana por qué no habían podido encontrarse: sus relaciones con la asociación oficial de escritores rusos patentados ya no eran buenas. Así que Susana fue despistada: un día Pasternak estaba en su dacha, al siguiente en Siberia, al otro internado por hidrofobia en un castillo de los Cárpatos.
En otro tono, claro, el poeta explicaba con dulzura la razón de los desencuentros y autorizaba a Susana a publicar en Uruguay o Francia (primera edición en todo el mundo) la novela hoy famosa.
Pero, siempre en mi labor de comisario, encontré otra carta. Era de una hermana del escritor y le suplicaba abandonar el proyecto porque su realización significaría la muerte civil de Pasternak en la U.R.S.S. o, simplemente, la muerte a la que todos podemos aspirar y que lograremos comportándonos con bondad y obediencia.
Por eso Zhivago permaneció enrejado tantos años. Y aunque no se crea, hablamos aún de Susana Soca, que prefirió archivar los originales de la obra.
Hay escritores que sufren mucho para dar remate a sus obras. Otros padecen del principio al fin y también sus lectores. El final de Susana Soca tiene cierta afinidad con su persona. Había ido a Francia, libre ahora de autodenominadas razas superiores, para pedir un sencillo milagro a Nuestra Señora de Lourdes. No se trataba directamente de ella sino de una persona enferma y querida.
De vuelta en Paris, se encontró con una vieja amiga que tenía un pasaje de regreso a Montevideo para el día miércoles en un avión alemán; el de Susana era para el jueves, en avión norteamericano. Susana fue impulsada al juego misterioso que todos jugamos, sin saberlo y tal vez en este preciso momento. Rogó y obtuvo el cambio de pasajes para llegar a su destino veinticuatro horas antes. Llegó a la costa de Brasil, donde el aparato aterrizó entre agua y tierra para terminar incendiado.
Cuando se confirmó la muerte – el cambio de pasajes había provocado confusiones y esperanzas – mucha gente rezó por su alma; otra prefirió comprar una botella y seleccionar blasfemias polvorientas. Hay testigos.
Tal vez por todo esto uno de mis mejores amigos le dedicó un libro con estas palabras: Para Susana Soca: Por ser la más desnuda forma de la piedad que he conocido; por su talento.

Juan Carlos Onetti