Tarde en mi vida he llegado a comprender que también yo estoy asistido
por el privilegio de encontrar manuscritos anónimos y bien conservados.
El truco ha sido tan fatigado en tareas literarias que no podré evitar
un poco de vergüenza al transcribirlo. Pero en este caso me salva la
obligación de un cumplimiento. Y ahora copio adecuadamente los
amarillentos pergaminos que el ignoto viajero olvidó en un arca que
acaba de rematarse en la almoneda de Sotheby´s en Londres.
Escribió el hombre:
“Empleado en una agencia de publicidad de Buenos Aires, se me ordenó
trasladarme a Montevideo para organizar una sucursal. Me fue impuesto
disfrazarme de ejecutivo. Trajes, abrigo, un Stetson que aún conservo y
hasta guantes de pecarí que espero todavía guarde la dama a la que
finalmente acabé por regalárselos.
Mas hete aquí que divago y perdonadme. Enrabo y prosigo. Pero mis planes
para trasladarme a la muy fiel y reconquistadora ciudad de Montevideo
coincidieron con un ataque de malhumor del general Perón o de su señora.
Y de aquel pronto malhumorado surgió la prohibición de que se viajara
entre Argentina y Uruguay.
De modo que me vi obligado a iniciar mi singladura vía Asunción del
Paraguay. Y al fin de mucho papeleo y muchas horas de viaje llegué al
aeropuerto de Asunción, y al encuentro con mi amigo Ovando, que abandonó
su coche para darme captura. Era muy larga la fila de taxis sin
taxímetro que ofrecían servicio a los viajeros supuestamente argentinos
que estaban aterrizando. Ovando me eligió, se me impuso; y ese fue su
error o su acierto, como el paciente lector juzgará.
Para mi desconcierto, no fue nada más llegar a mi transitorio destino
cuando me asaltó –tal como lo hiciera Ovando- la primera de mis
sorpresas: mi casi raptor manejaba un lujoso Cadillac con envejecido
letrero de “ablande”, oprimiendo los pedales con desnudos,
necesariamente sucios, oscuros pies.
También sorprendióme en grado sumo lo que juzgué, erróneamente, falta de
respeto en el lenguaje del impuesto mecánico: “¿Dónde vamos, che señor?
“, preguntó. Parecióme que el “señor” se adecuaba a mi vestimenta y al
mucho dinero del que yo era portador; pero el “che” entrañaba una
familiaridad difícil de soportar. Mucho más luego supe que el che señor
era allí, en el país tropical, costumbre y respeto.
En tono seco mas no agresivo respondíle que deseaba ser conducido a un
hotel ni muy caro ni muy barato. Accedió en silencio y transcurrí
aquella noche en cama sin chinches, bajo palio de imprescindible
mosquitero.
Pero antes había combinado con el mecánico en patas que a la tarde vendría a recogerme para comprar mi pasaje aéreo.
Así que enfrenté, al día siguiente, separado por pulido mostrador, a una
rubia muchacha indudablemente importada. Expuse mis deseos, así como mi
pasaporte, y maniobré el rollo de billetes que se me había confiado a
fin de obtener mi pasaje. A todo esto, Ovando se había acercado en
demasía, casi hombro con hombro. Lo cual mucho preocupóme, porque mi
chófer era un indiazo de casi un par de metros de estatura y un ancho
pecho que, calculo, doblaba la extensión del mío. Continué exhibiendo
ficticio desgarro en mi tarea de rellenar papeles que me imponía la
rapaza blonda. Pero mucho barruntaba, es cierto, que planeando estuviera
Ovando una falcatrúa de la que seríamos víctimas tanto yo como la
nonata agencia montevideana.
Agotados sin tropiezo los inexorables trámites, acerquéme al portal; y
Ovando a mi lado con una mantenida faz de indiferencia que diputé
forzada y prologal.
Recuerde el lector lo que fue diluido y olvidado en virtud de mi mala
prosa. Estamos en Paraguay, la del dolor que escribiera Barret y, más
prolijamente, estamos en su capital: Asunción.
Y aquí, opino, por apropincue al Ecuador, las tardes imponen rúas
desiertas, veranos de infierno, noches de hielo. Y sus crepúsculos sólo
tienen vida de minutos, pues sin rosas ni amarillos, el cielo se
extiende en violeta intenso que muy presto muere en negrura nocturna. De
modo que cuando Ovando me propuso con voz cautelosa y sin mirarme:
“Che, patrón, ¿caminamos unas cuadritas?”, estremecíme sin revelarlo y
fui hundiéndome paso a paso en la agonía violácea; a mi izquierda,
cuadra tras cuadra de pendiente en descenso, la mole móvil del ya
preocupante mecánico. Así recorrimos calles, casas alberas en nuestro
hasta hoy inédito viaje hacia el principio de la noche. Y debo confesar
que, mientras bajábamos, más de una vez fui esclavo de violento deseo de
huir en estampida. Hacerme humo o perdiz, ahuecar el ala. Pero, ¿hacia
dónde ir, dónde refugiarme?
Pensamientos y silenciados temores entorpecían mi andadura cuando mi
gratuito guía alzó el brazo, barrera de detención, y propuso: -¿Tomamos
un vasito?-. No instaba; dio por sabida mi aquiescencia.
Enfrentábamos, según me fue dado averiguar segundos después, un bar o
tienda de bebestibles o como rayos se llamaría. Aquel local, pequeño y
casi limpio, aventaba una lobreguez de siglos con oportuna ayuda de
lámparas de petróleo: una en el mostrador, donde apoyaba sus manos de
piedra un indio curioso y quieto; la otra colgada de los ladrillos del
techo, inventando, para mis ojos, sombras y luces en el piso de tierra.
Guiado por el comprensible afán de quitarle mordiente a la situación que
harto mareante me resultaba, diome por barajar trivialidades mostrencas
mientras mi acompañante, al que atribuía inconfesas y bien disimuladas
intenciones delictivas, dialogaba en lengua que supuse guaraní con aquel
simulacro de ídolo o dios en barro forjado que presidía la nada desde
su mostrador. Fruto de aquel incomprensible y magro consenso fue una
botella de caña llamada Presidente y una turbia pareja de vasos. Que no
vasitos. Hicimos una pausa y cantamos un sorbo. El largo y sombrío
silencio de mi Virgilio quebróse como nube hinchada y contenida que
desgarre sin aviso.
Sí, inició mi anfitrión vocacional, dándole un tinguiñazo a la botella,
aquí todo es Presidente, desde que me acuerdo todo presidente que venía
duraba poco, robaba lo que le daba el tiempo y venía otro con
impaciencia y robaba su poquito hasta otro. Una serie de veinte o
cuarenta, digo. Y el más simpático se fue con el tesoro nacional y ahí
más no se supo. Pero quería decirle, tome el vasito, che señor, que esto
es gloria, decirle que cuando lo vi bajar del aeroplano que venía de
Buenos Aires, del Directorio, pensé resuelto que a este porteño lo
estafo a muerte y si puedo ni los anteojos le dejo. Y tanto lujo en el
vestir. Y dudé convencido hasta que en la agencia medio lo empujé para
espiarle el pasaporte, y ahí vi que usted era oriental, uruguayo, dicen
ahora. Y le digo, uruguayos y paraguayos somos hermanos. Porque Artigas y
López luchaban por lo mismo, peleaban contra el Directorio de Buenos
Aires, que siempre quiso hacer suyos nuestros dos países desde las
guerras de la independencia. A nosotros nos tocó la gran desgracia. Tres
gobiernos asesinos nos atacaron con apoyos de mentiras. Mataron sin
piedad hasta que no quedó un solo hombre, ni adolescente ni adulto, para
manejar armas de fuego o un triste machete. Entonces era y fue cuestión
de sentarse a esperar años a que los niños crecieran y se acollaran
para ir lentamente haciendo un nuevo Paraguay. Hoy lo tenemos, pero no
bien. Primero usaron a un país amigo para renovarnos guerra y muerte.
Esto lo hicieron los gringos del petróleo, y el obligado jefe enemigo
era un alemán nazi y maricón. Nosotros éramos mucho más pobres en armas.
Pero olvidaron que éramos guaraníes, es decir, indestructibles, siempre
má allá de posibles aniquilamientos. Hoy somos esclavos de otro alemán y
no sabemos por cuántos años más. Yo sueño a veces con alegría que un
enorme, incontenible ejército que formarán los miles de ahogados que
fueron obligados a caer, muertos o vivos, desde los aeroplanos del nuevo
nazi o abandonados en nuestro Chaco para agonizar y morir de hambre y
sed, vendrá a liberarnos. Es un sueño por ahora, che señor, pero nunca
se sabe. Ya vi su nombre; el mío es Escolástico Ovando, para servir”
Y aquí termina, para dicha común, el curioso manuscrito, extraña mezcla
de distintos hablares. Lo considero mío porque lo pagué en buenas
libras, lo que me autoriza a dedicarlo a mis queridos amigos: Roa Bastos
y Bareiro. Sin necesidad de recordarles que se cumplen en estos días
cuarenta años de acaso la más cruel y corrupta dictadura en su añorada
patria. Abrazos de Onetti.
Juan Carlos Onetti