jueves

Juan Carlos Onetti: Una vida soñada



Juego de espejos
Su característico universo de ficción, lleno de seres degradados y marcados por una visión nihilista de la existencia, toma verdadero cuerpo a partir de la saga santamariana. Es importante notar que Santa María aflora no como una idea del autor sino de un personaje, Brausen, que está ansioso por respirar en un territorio alternativo y que (con la excusa de escribir un guión de cine) fabula un mundo imaginario autónomo. No en vano, en una posterior novela, El astillero, Brausen aparecerá efigiado en estatua con un letrero en el que se le señala como “fundador”.
A partir de La vida breve, pues, Onetti pone en pie un sofisticado juego de espejos, con desdoblamientos de personajes que escapan del mundo real y situaciones que reflejan la añoranza de un paraíso feliz. Onetti proseguirá este memorable ejercicio de metaliteratura en títulos tan señeros como El astillero (1961) o Juntacadáveres (1965), que discurren asimismo en los escenarios de Santa María. Da una idea gráfica de su forma de novelar la siguiente anécdota que el autor uruguayo refirió a Joaquín Soler Serrano en el programa televisivo A fondo: estaba Onetti en 1959 trabajando en el manuscrito de Juntacadáveres cuando una tarde, caminando, se le apareció en la imaginación el cadáver de un personaje, Junta Larsen. Hipnotizado por la imagen, el escritor abandonó a la mitad Juntacadáveres y se puso a tramar El astillero, que le salió de un tirón y dedicó a su amigo Luis Batlle, que fuera presidente de Uruguay. Acabado El astillero, retomó Juntacadáveres, con el proxeneta Larsen también de protagonista, pero la reanimación de esta ficción le parecería a su autor una especie de recalentamiento.
Entre La vida breve y El astillero, Onetti produjo un relato de cien páginas, Los adioses, que él siempre consideró su obra preferida y que se desgaja momentáneamente de las coordenadas de Santa María. Es la historia de un almacenero que ve llegar a la sierra a una ex figura del baloncesto minado por la tuberculosis y que se dedica, a partir de las cartas femeninas que recibe el enfermo, a conjeturar el pasado que pudo tener y las semanas de vida que le pueden quedar. Como Marlow y Kurtz, el almacenero y el ex deportista escenifican un juego de polarizaciones y de dobles que alcanza un clímax inesperado. Onetti dedicó la narración a Idea Vilariño, poetisa y crítica literaria uruguaya de singular belleza, que fue su amante durante varios años. Antonio Muñoz Molina tiene por cierto un especial aprecio por este libro: “He leído Los adioses muchas veces, desde que tenía veinte años, y estoy convencido de que es una de las dos o tres mejores novelas cortas que se han escrito en español”.
A mediados de los años 1960, el nombre de Onetti, hasta entonces sólo admirado en cenáculos de su país, empezará a cruzar fronteras y a irradiarse internacionalmente. En 1966, el autor en persona asiste al congreso del PEN Club celebrado en Nueva York. En 1967 queda finalista con Juntacadáveres del prestigioso premio Rómulo Gallegos (que gana un treintañero Vargas Llosa con La casa verde). Y en 1970 Aguilar le edita, encuadernadas en piel, sus Obras Completas. Por desgracia, el alza de su fama corre paralela a un deterioro del clima político de su país. En 1963 entra en escena la guerrilla de los tupamaros, y sus sangrientas acciones desencadenan una represión que llevará al poder a dictadores como Juan María Bordaberry. Onetti, que siempre se había mantenido aparte de las lizas políticas, será detenido en 1974 en cuanto uno de los jurados que habían premiado un cuento presuntamente pornográfico de Nelson Marra. La oligarquía militar metió entre rejas al escritor durante tres meses y de allí sólo salió gracias a la movilización internacional y las gestiones de un antiguo embajador español en el país, Juan Ignacio Tena Ibarra, que movió hilos para llevárselo a España.

Texto Carles Barba

domingo

Eduardo Galeano

“Hay criminales que proclaman tan campantes ‘la maté porque era mía’, 
así no más, como si fuera cosa de sentido común y justo 
de toda justicia y derecho de propiedad privada, que hace al hombre dueño de la mujer. 
Pero ninguno, ninguno, ni el más macho de los supermachos tiene la valentía de confesar 
‘la maté por miedo’, porque al fin y al cabo el miedo de la mujer a la violencia del hombre 
es el espejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo”

Eduardo Galeano

miércoles

La mano - Juan Carlos Onetti

A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
–La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. "Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico".
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.

Juan Carlos Onetti