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Entrevista a Juan Carlos Onetti por Ricardo Piglia

(Para realizar este reportaje enviamos a JCO, más que una lista de preguntas, una serie de temas y cuestiones ligados a “La novia robada” en particular y a su obra en general. Sus respuestas no necesitan comentario ni encuadre: hablan y se justifican por sí mismas, de allí que hayamos preferido incluirlas sucesivamente, sin entorpecerlas con interrupciones o agregados. Ricardo Piglia)

No recuerdo cuándo escribí "La novia robada". ¿De dónde viene ese cuento? Convendría hablarle de inspiración y trance y medium. Porque cada vez que mi amigo Sherlok Holmes le explicaba deducciones a Watson éste pensaba con desencanto: "Elementary Holmes". En literatura todo es elementary hasta que se produce una reunión misteriosa que no necesita –ni soporta- más adjetivos. Era una niña muy hermosa que trabajaba o concurría a una embajada en Montevideo. Tuvo novio, se comprometió, hizo un viaje a Europa para comprar encajes, puntillas o lo que sea necesario para un vestido de novia. Cuando volvió, el prometido mostróse renuente. (Perdón: me divierte escribir en gallego y otros galleguean hasta conseguir un gran premio nacional y tal vez, de propina, un gallego joven.)
Cuando supe: -¿Y ahora? Laura Dolores se hará un uniforme de novia para ir a la embajada, para viajar en taxi, para recorrer vidrieras. Era un mal chiste; pero yo lo estuve viendo así. A esto se agrega la historia de una mujer que cincuenta años atrás se paseaba vestida de novia, en noches de luna llena, por el jardín de un caserón de Belgrano (R). En algún momento las cosas se juntaron y tuve que escribir el cuento de un tirón como se escriben todos los cuentos, aunque después se corrija, alargue o suprima.

No; no puedo decirle nada del cuento en general ni de su autonomía ni de cuánto pesa en lo que llevo escrito. Cuando a uno le ocurre un cuento no tiene más remedio que liquidarlo por lo más en un par de días o noches. Y, por lo menos, el esqueleto. Cuando la ocurrencia es una novela, hay que resignarse y tenerla y escribir un año o dos.
En ambos casos, la palabra fin es en verdad la última palabra. La historia, aventura o ensueño queda liquidada para siempre. Ya no me importa, ya no es mía. Se trata de algo que alguien hizo y que yo no leeré. Ni siquiera para corregir pruebas. En cuanto a límites y ventajas, debe haber algún candoroso error. Si usted escribe una novela, sabe confusamente que existen fronteras mucho más lejanas que las que impone el cuento. Si su agradable tortura es un cuento, también reconoce la imposición de un límite. Pero en ningún caso se trata de ventajas. Piense en Kipling y en Quiroga. Cuando quisieron hacer novelas el viaje terminó en fracaso. A mi juicio, Perogrullo tenía razón: todos los temas narrativos están condenados a ser cuentos, short stories, long short stories, nouvelles o novelas o cualquier otra dimensión que hayan inventado las revistas porteñas en las últimas semanas. Con frecuencia, el escritor se equivoca. Pero, personalmente, no creo que busque “ventajas”. Hablo de los que tienen talento, que, por otra parte, son los únicos que cuentan.

Por información directa sé que, por ejemplo, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez, se imponen una disciplina de trabajo, tantas horas por día, pase lo que pase, se fracase o no. Esto no es una crítica, apenas una tenue manifestación de envidia. Pero yo no puedo. Falta de carácter o falta de la fe necesaria para hacer sacrificios. Me digo, un suponer, que Dostoievski escribió veinte novelas. No tenemos la veintiuna, que no pasó de proyecto, plan, apuntes, borradores y reflexiones. Y esta ausencia, ¿Qué importancia tiene? El sol se empecina en continuar apareciendo por el este. Por otra parte, siempre me abandoné a lo que saliera. Dios o la vida se encargan de mí y yo lo acepto. Cuando llega el ataque, y sólo he podido sospechar vagamente el porqué, escribo horas, días, me extenúo y termino el cuento o el capítulo. Nunca sé, después, si volveré a escribir; siempre supongo que sí. En cuanto a los personajes creo que nacieron de los fantasmas que son puertas, que pueden ser atravesadas para confesiones parciales.

Estoy escribiendo una novela demasiado larga y, me resulta, un poco extraña. ¿La crítica? Cuando es en conjunto favorable, asunto de debe y haber, es seguro que ayuda en el sentido de agregar confianza. Y aquellas interpretaciones que uno considera caprichosas o absurdas, tal vez no lo sean tanto. Pero la crítica no ayuda a escribir mejor: serás lo que debes ser y etc.
La influencia de Faulkner es indudable. Sobre todo en “Tierra de nadie”, algunos capítulos o pedazos, y desde principio a fin en “Para esta noche”. No entiendo lo de Chandler porque lo descubrí muy tarde. Tal vez usted haya sabido de mi proclamada admiración por él. Esta admiración, que conservo al releerlo, fue puesta en ridículo –¡y en público!- por críticos diplomados que cometieron el error de publicar novelas. Hubieran sido menos malas con un previo estudio en serio de las andanzas de Philip Marlowe.

Roberto Artl es un caso distinto: leí lo mejor suyo poco después de los veinte años y lo conocí personalmente. Es mejor que le recite un párrafo que escribí hace pocos días para una editorial italiana:
“Seguimos profunda, definitivamente convencidos de que si algún habitante de estas humildes playas logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre el de Roberto Artl. No hemos podido nunca demostrarlo. Nos ha sido imposible abrir un libro suyo y dar a leer el capítulo o la página o la frase capaces de convencer al contradictor. Desarmados, hemos preferido creer que la suerte nos había provisto, por lo menos, de la facultad de la intuición literaria. Y este don no puede ser trasmitido.
Hablo de arte y de un gran, extraño artista. En este terreno, poco pueden moverse los gramáticos, los estetas, los profesores. O mejor, pueden moverse mucho, pero no avanzar”.

Montevideo, 31 de mayo de 1970

Prefacio-reportaje de "La novia robada"
Ediciones Siglo XXI, Bs.As. 1973