María Esperanza entró al parque por el camino de ladrillos que llevaba hasta el lago entre sombras de arboles y torcía justamente al llegar a la orilla chocando contra la luz de los reflectores, las espaldas todas negras de la gente que miraba deslizarse las lanchas con banderines y música, los danzarines en la isla artificial. Estaba cansada y los tacones, tan altos como nunca los había usado, le hacían arder un dolor como una herida en los tendones de los tobillos. Se detuvo; pero no era ahí, sentía sin saber por qué, que no era y además tenía miedo de aquellas caras absortas, graves o sonrientes, miedo porque eran caras tan semejantes a la suya misma bajo la violenta, blanca, roja y negra pintura con que la había cubierto, miedo de que las caras miraran comprendiendo su fraternidad y la miraran en seguida con odio por estar haciendo algo que no debía hacerse cuando se tenía una cara así, cuando se la había tenido, unas pocas horas antes, sin pintura y limpia frente al espejo, luminosa, alegre, con el cabello goteando agua y sin vergüenza.
Caminó por la orilla del lago que hendía la sombra y la arboleda, con la música de la danza en la isla temblando en el aire que le rodeaba el cuello. Se sentó en un banco y sacó los talones de los zapatos, cerrando los ojos, inflando la cara al suspirar, feliz y soñolienta al abandonarse a lo que contenía la noche, una lejana música y un olor de flores. Pero vino el recuerdo de aquella espantosa cosa negra que había sucedido unas horas antes, en seguida de la presencia de su cara limpia en el espejo y el rostro malicioso del recuerdo amenazaba tocar su corazón, asustar su cuerpo flojo sobre el banco. Se levantó, caminando ahora hacia el lado del parque que daba a la rambla.
A medida que se acercaba a las luces y comenzaba a distinguir los carteles luminosos del circo y las luces de colores de los kioscos, y la música del ballet en el lago moría a sus espaldas mientras las marchas y los tangos de los cafés se acercaban a sus mejillas, iba enderezando el cuerpo, alargando los pasos, haciéndolos más lentos y remedando el andar ensayado antes de salir. También llevaba ahora la última cabeza contemplada en el espejo, muy levantada, con las cejas arqueadas y una promesa de sonrisa.
Ya estaba entre los ruidos de la otra zona del parque, ensordecida por la mezcla de música, risas, llamados a los mozos, frases repetidas por los mozos a los mostradores. Todavía le quedaba, inmediatamente antes de la intensa luz y el estrépito, una sombra de un árbol desde donde mirar los tablados y sus recogidas cortinas. Un trío de zapateadozes golpeaba en un escenario, vestidos de marineros.
La mujer, pequeña, se movía entre los dos gigantes. Uno de los hombres tenía una cara clara y triste donde colgaba la nariz; el otro era delgado, de frente estrecha y pelo negro y aceitoso y toda su cabeza, su mismo estrecho cuerpo al balancearse mostraban un incurable, un activo resentimiento con la vida. Ella era rubia y sonreía acalorada, roja, sonreía con dientes de niño, sacudiendo el pelo, marcando de manera excesiva el compás con los brazos, los pies y las caderas, sonreía, con un foco de luz blanca en la cara implacablemente quemando su cara, rayéndole la nariz con su blancura.
A la derecha un hombre de frac mostraba al público un mono encogido sobre una mesa, vestido de groom, mientras otro mono, más grande, triste, de pesados movimientos, guiñaba los ojos apretando un acordeón entre los brazos, sacando siempre la misma nota, el mismo soplo que sonaba definitivo. El hombre de frac hablaba muequeando con voz enronquecida y la gente reía a carcajadas, siempre de acuerdo, hacía una pausa de silencio y frescura y volvía a reír de golpe, sin que María Esperanza, riendo apoyada en el árbol, con la mano apretando un nudo de la corteza, pudiera saber si reía del hombre, de lo que decía el hombre o de cual de los monos.
A la izquierda, más lejos, detrás de una hilera de lámparas blancas y azules – un azul tan triste, tan desagradable como nunca había visto, como no imaginaba que pudiera ser nunca un azul – encima de una música de piano que parecía girar repitiendo siempre lo mismo, una mujer vestida de hombre, con gorra y un pañuelo rojo al cuello cantaba con voz incomprensible, fumando. Mirando a un lado y otro como si siguiera el viaje de sus palabras en el aire y quisiera saber hasta dónde podrían llegar, hasta dónde lograba empujarlas y encima de la cabeza de qué espectador caían, abajo de que mesa y en qué porción de tierra con pasto aplastado terminaban. Sobre el lejano escenario la mujer vestida de hombre no tenía cara. María Esperanza quedó con las espaldas recortadas al arbol, el mundo en las vértebras. Nada podía saber de lo que la mujer estaba cantando, pero alguna palabra escapada de la fiesta nocturna venía a darle una triste felicidad como la de un rato atrás, perdida en la sombra del banco. El cielo era negro y al mirarlo sintió que un aire frío llegaba de la playa, un aire que podía acabar con su energía y entregarla en forma definitiva al desconsuelo ella y su cuerpo, contemplados por el rostro malicioso del recuerdo en que no debía pensar.
Dejó el árbol y se puso a andar entre las mesas. Al dar un paso nadie la miraba y al mover la otra pierna todas las cabezas se volvían para mirarla, todas las sonrisas, los ojos brillantes, las caras con sudor giraban hacia ella, pero ya al paso siguiente avanzaba sola, no vista por nadie. Se detuvo. Se detuvo indecisa frente a la mesa de un hombre gordo de retinto bigote que bebía un jarro de cerveza, sin mirarla, mirando por encima de la espuma de la cerveza el zapateo en el escenario. Estaba sola como si hubiera traído el árbol consigo, como si escondiera el perfil en la tajeada corteza y la mano pudiera apoyarse, olvidada, en el nudo de borde pulido.
Una mujer movió un sombrero con flores al inclinarse riendo y en seguida las tres caras de los zapateadores estaban mirándola, todos los rostros se habían vuelto hacia ella y por más que caminara, sin perder, oh, gracias a Dios, aquel andar amorosamente ensayado, siempre tenía que pisar tontamente en el sitio donde la luz era más fuerte, donde convergían las luces de colores, las miradas de todas las personas sentadas a las mesas y que paseaban sin prisa, solas, en parejas, con niños, sin prisa por el parque en la fresca noche de verano. María Esperanza cerró los ojos, sintió que tenía una mueca en la boca, volvió a abrir los ojos y avanzó hacia la mesa del hombre gordo que bebía su cerveza y que la descubrió de pronto e hizo una cara de bondad mientras movía un poco con dos dedos el nudo de su corbata, tironeaba de las puntas del chaleco, apartaba sobre la mesa la jarra de cerveza. Mirándola siempre con una expresión bondadosa, tan bondadosa que ella susurró que no y pasó de largo, rozando el cuerpo en una hilera de cañas de hojas filosas que repitieron, arrastrándolo, su susurro.
Un escándalo de aplausos resonó allá a la izquierda, mientras la mujer vestida de hombre se inclinaba, la gorra en la mano, el pelo desparramado hasta casi tocar las lamparillas blancas y azules de aquel azul repugnante que era capaz de enfermarla a ella María Esperanza, sudando, sintiendo como se ablandaba la pintura de su cara y el dolor que le hacían los tacones se le hundía como un filo en los tobillos.
Y en seguida de los aplausos otra vez se pusieron, todo el mundo se puso a mirarla y la tonadillera que apareció dando una vuelta por el escenario después de los zapateadores, caminando rápidamente mientras la orquesta tocaba rápidamente un paso doble, se clavó una mano en la cintura y cantó riendo, mirándola, caminó dos o tres pasos y volvió a cantar para ella, mirándola, burlándose, conversando solamente con ella mientras un temblor de risa se corría por las cabezas del público en las mesas.
Entonces abandonó la pared de cañas y se acercó a un hombre flaco, que fumaba sin moverse, con un sombrero de paja abandonado contra la nuca y se detuvo a punto de tocarlo, mirándole la cara. El hombre continuó fumando y sus ojos pequeños y tristes miraban siempre hacia adelante. Ella giró velozmente y fue, recta, pero ahora con la marcha suya de todos los días, despacio, las manos colgando, hasta la mesa del hombre gordo que está bebiendo una segunda jarra de cerveza que dejó en seguida, al verla llegar, para repetir su sonrisa de bondad hasta que ella se sentó a su lado en la mesita de hierro. Vio que por un instante el hombre gordo la estuvo mirando con su cara de bondad. Luego la ensombreció para llamar al mozo, volvió a sonreír – aquella gruesa dulzura de jarabe que parecía explicar que ella, María Esperanza, era hija de un hombre gordo de bigote negro que tomaba cerveza en el parque en la fresca noche de verano –, le tomó una mano del regazo la llevó siempre cubierta por la suya hasta encima de la mesa y le hizo una pregunta, una risa, otra pregunta por todo dos preguntas que ella no alcanzó a comprender.
Juan Carlos Onetti
Caminó por la orilla del lago que hendía la sombra y la arboleda, con la música de la danza en la isla temblando en el aire que le rodeaba el cuello. Se sentó en un banco y sacó los talones de los zapatos, cerrando los ojos, inflando la cara al suspirar, feliz y soñolienta al abandonarse a lo que contenía la noche, una lejana música y un olor de flores. Pero vino el recuerdo de aquella espantosa cosa negra que había sucedido unas horas antes, en seguida de la presencia de su cara limpia en el espejo y el rostro malicioso del recuerdo amenazaba tocar su corazón, asustar su cuerpo flojo sobre el banco. Se levantó, caminando ahora hacia el lado del parque que daba a la rambla.
A medida que se acercaba a las luces y comenzaba a distinguir los carteles luminosos del circo y las luces de colores de los kioscos, y la música del ballet en el lago moría a sus espaldas mientras las marchas y los tangos de los cafés se acercaban a sus mejillas, iba enderezando el cuerpo, alargando los pasos, haciéndolos más lentos y remedando el andar ensayado antes de salir. También llevaba ahora la última cabeza contemplada en el espejo, muy levantada, con las cejas arqueadas y una promesa de sonrisa.
Ya estaba entre los ruidos de la otra zona del parque, ensordecida por la mezcla de música, risas, llamados a los mozos, frases repetidas por los mozos a los mostradores. Todavía le quedaba, inmediatamente antes de la intensa luz y el estrépito, una sombra de un árbol desde donde mirar los tablados y sus recogidas cortinas. Un trío de zapateadozes golpeaba en un escenario, vestidos de marineros.
La mujer, pequeña, se movía entre los dos gigantes. Uno de los hombres tenía una cara clara y triste donde colgaba la nariz; el otro era delgado, de frente estrecha y pelo negro y aceitoso y toda su cabeza, su mismo estrecho cuerpo al balancearse mostraban un incurable, un activo resentimiento con la vida. Ella era rubia y sonreía acalorada, roja, sonreía con dientes de niño, sacudiendo el pelo, marcando de manera excesiva el compás con los brazos, los pies y las caderas, sonreía, con un foco de luz blanca en la cara implacablemente quemando su cara, rayéndole la nariz con su blancura.
A la derecha un hombre de frac mostraba al público un mono encogido sobre una mesa, vestido de groom, mientras otro mono, más grande, triste, de pesados movimientos, guiñaba los ojos apretando un acordeón entre los brazos, sacando siempre la misma nota, el mismo soplo que sonaba definitivo. El hombre de frac hablaba muequeando con voz enronquecida y la gente reía a carcajadas, siempre de acuerdo, hacía una pausa de silencio y frescura y volvía a reír de golpe, sin que María Esperanza, riendo apoyada en el árbol, con la mano apretando un nudo de la corteza, pudiera saber si reía del hombre, de lo que decía el hombre o de cual de los monos.
A la izquierda, más lejos, detrás de una hilera de lámparas blancas y azules – un azul tan triste, tan desagradable como nunca había visto, como no imaginaba que pudiera ser nunca un azul – encima de una música de piano que parecía girar repitiendo siempre lo mismo, una mujer vestida de hombre, con gorra y un pañuelo rojo al cuello cantaba con voz incomprensible, fumando. Mirando a un lado y otro como si siguiera el viaje de sus palabras en el aire y quisiera saber hasta dónde podrían llegar, hasta dónde lograba empujarlas y encima de la cabeza de qué espectador caían, abajo de que mesa y en qué porción de tierra con pasto aplastado terminaban. Sobre el lejano escenario la mujer vestida de hombre no tenía cara. María Esperanza quedó con las espaldas recortadas al arbol, el mundo en las vértebras. Nada podía saber de lo que la mujer estaba cantando, pero alguna palabra escapada de la fiesta nocturna venía a darle una triste felicidad como la de un rato atrás, perdida en la sombra del banco. El cielo era negro y al mirarlo sintió que un aire frío llegaba de la playa, un aire que podía acabar con su energía y entregarla en forma definitiva al desconsuelo ella y su cuerpo, contemplados por el rostro malicioso del recuerdo en que no debía pensar.
Dejó el árbol y se puso a andar entre las mesas. Al dar un paso nadie la miraba y al mover la otra pierna todas las cabezas se volvían para mirarla, todas las sonrisas, los ojos brillantes, las caras con sudor giraban hacia ella, pero ya al paso siguiente avanzaba sola, no vista por nadie. Se detuvo. Se detuvo indecisa frente a la mesa de un hombre gordo de retinto bigote que bebía un jarro de cerveza, sin mirarla, mirando por encima de la espuma de la cerveza el zapateo en el escenario. Estaba sola como si hubiera traído el árbol consigo, como si escondiera el perfil en la tajeada corteza y la mano pudiera apoyarse, olvidada, en el nudo de borde pulido.
Una mujer movió un sombrero con flores al inclinarse riendo y en seguida las tres caras de los zapateadores estaban mirándola, todos los rostros se habían vuelto hacia ella y por más que caminara, sin perder, oh, gracias a Dios, aquel andar amorosamente ensayado, siempre tenía que pisar tontamente en el sitio donde la luz era más fuerte, donde convergían las luces de colores, las miradas de todas las personas sentadas a las mesas y que paseaban sin prisa, solas, en parejas, con niños, sin prisa por el parque en la fresca noche de verano. María Esperanza cerró los ojos, sintió que tenía una mueca en la boca, volvió a abrir los ojos y avanzó hacia la mesa del hombre gordo que bebía su cerveza y que la descubrió de pronto e hizo una cara de bondad mientras movía un poco con dos dedos el nudo de su corbata, tironeaba de las puntas del chaleco, apartaba sobre la mesa la jarra de cerveza. Mirándola siempre con una expresión bondadosa, tan bondadosa que ella susurró que no y pasó de largo, rozando el cuerpo en una hilera de cañas de hojas filosas que repitieron, arrastrándolo, su susurro.
Un escándalo de aplausos resonó allá a la izquierda, mientras la mujer vestida de hombre se inclinaba, la gorra en la mano, el pelo desparramado hasta casi tocar las lamparillas blancas y azules de aquel azul repugnante que era capaz de enfermarla a ella María Esperanza, sudando, sintiendo como se ablandaba la pintura de su cara y el dolor que le hacían los tacones se le hundía como un filo en los tobillos.
Y en seguida de los aplausos otra vez se pusieron, todo el mundo se puso a mirarla y la tonadillera que apareció dando una vuelta por el escenario después de los zapateadores, caminando rápidamente mientras la orquesta tocaba rápidamente un paso doble, se clavó una mano en la cintura y cantó riendo, mirándola, caminó dos o tres pasos y volvió a cantar para ella, mirándola, burlándose, conversando solamente con ella mientras un temblor de risa se corría por las cabezas del público en las mesas.
Entonces abandonó la pared de cañas y se acercó a un hombre flaco, que fumaba sin moverse, con un sombrero de paja abandonado contra la nuca y se detuvo a punto de tocarlo, mirándole la cara. El hombre continuó fumando y sus ojos pequeños y tristes miraban siempre hacia adelante. Ella giró velozmente y fue, recta, pero ahora con la marcha suya de todos los días, despacio, las manos colgando, hasta la mesa del hombre gordo que está bebiendo una segunda jarra de cerveza que dejó en seguida, al verla llegar, para repetir su sonrisa de bondad hasta que ella se sentó a su lado en la mesita de hierro. Vio que por un instante el hombre gordo la estuvo mirando con su cara de bondad. Luego la ensombreció para llamar al mozo, volvió a sonreír – aquella gruesa dulzura de jarabe que parecía explicar que ella, María Esperanza, era hija de un hombre gordo de bigote negro que tomaba cerveza en el parque en la fresca noche de verano –, le tomó una mano del regazo la llevó siempre cubierta por la suya hasta encima de la mesa y le hizo una pregunta, una risa, otra pregunta por todo dos preguntas que ella no alcanzó a comprender.
Juan Carlos Onetti