El “boom” latinoamericano de los años 1960, y su importante resonancia mediática, tuvo el efecto colateral de recuperar a una serie de autores de generaciones anteriores –Borges, Carpentier y Rulfo, sobre todo– que pueden estimarse con toda justicia sus precursores. A esta tríada podría añadirse el nombre de Juan Carlos Onetti, un “maldito” de las letras uruguayas, incómodo durante muchos años para los estamentos literarios oficiales, pero cuyo legado narrativo –desde su abundante cuentística a su cohesionada producción novelesca, cimentada en torno a un territorio mítico, Santa María– ha terminado colocándolo como un clásico contemporáneo indiscutido.
Onetti tiene hoy entre sus mayores valedores a Mario Vargas Llosa (que consideraba su ópera prima, El pozo, la primera novela hispanoamericana moderna). Y, entre los escritores españoles, lo reverencian autores tan diversos como Antonio Muñoz Molina (prologuista de algunos de sus títulos), Félix de Azúa (que ha comparado su prosa alucinatoria con la de Malcolm Lowry) e Ignacio Vidal Folch (que le hizo un espléndido retrato-entrevista en el volumen Amigos que no he vuelto a ver). A cien años de su nacimiento y a quince de su muerte, Onetti presenta varias singularidades que lo distinguen de muchos de sus compañeros de pluma continentales. Ha sido un relator de crónicas de seres fracasados, varados en un medio urbano, carcomidos por la soledad y, a pesar de todo, aferrados (como leemos en Los adioses) “a un derecho al orgullo”. Onetti se ha formado además en la novela europea y norteamericana de un Céline, un Joyce y sobre todo un Faulkner, y también en incontables relatos policiales (de Hammet a Simenon), y de todos ellos ha abrevado técnicas y atmósferas, sin haber incurrido nunca en el regionalismo y el indigenismo, ni en ninguna tentación de color local. Un tercer rasgo de su idiosincrasia intelectual sería su voracidad lectora. Como Borges, Pitol o Vargas Llosa, Onetti parece haber invertido más tiempo leyendo que escribiendo y, en sus últimos años en Madrid, tumbado perpetuamente en la cama, navegaba con feliz deleite en las oceánicas páginas de la Recherche proustiana.
El santuario de la infancia
El vicio lector puede remontarse a su más tierna infancia montevideana, cuando apenas tenía nueve o diez años. “Recuerdo que cuando era niño me escondía en uno de esos armarios que ya no se ven por el mundo, esos armarios enormes que cubrían toda una pared y que casi siempre estaban llenos de trastos. Bueno, pues yo me escondía adentro con un gato y un libro. Dejaba la puerta entreabierta para poder ver, y allí permanecía durante horas”.
Onetti había nacido el l de julio de 1909 en una casa de la calle San Salvador, en el Barrio Sur de la capital rioplatense. Su padre era funcionario de aduanas y su madre, apellidada Borges, procedía de una familia brasileña esclavista. Tuvo dos hermanos, Raul, el mayor, y Raquel, la más pequeña. Onetti ha sido parco a la hora de hablar de sus primeros años. Consideraba la niñez un santuario sagrado y opinaba que las vivencias más genuinas debían mantenerse en secreto. Se sabe que de chaval organizaba guerrillas entre su barrio y otros, y que tenía unas notables aptitudes deportivas (para el baloncesto, el remo y el atletismo). Su madre le tenía dicho que no se mezclara con chicos de otras clases (“cada uno en su esfera” era su lema), pero el pequeño Juan Carlos alternaba con mulatos y mestizos, y a todos les endilgaba historias que fantaseaba en soledad y que terminaba por creerse.
Abandonó los estudios prematuramente, a los catorce años (al parecer, se le resistían asignaturas como el dibujo), y muy pronto se vio desempeñando numerosos oficios de poca monta: portero, mozo de cantina, vendedor de entradas en el estadio de fútbol de su ciudad o empleado de una empresa de neumáticos. Consta también que, antes de dejar la enseñanza secundaria, solía hacer novillos y se escapaba al Museo Pedagógico (“que tenía una iluminación pésima”), donde se zampó la obra completa de Julio Verne (hazaña a la que después él atribuyó el origen de su miopía).
En su juventud, Onetti alentó ciertas inquietudes políticas. En 1929, por ejemplo, intentó viajar a la Unión Soviética con el propósito de conocer el país “donde se estaba construyendo el socialismo”. Lo disuadió su primera y única entrevista con el embajador soviético. Más adelante, al estallar la Guerra Civil española, trató infructuosamente de enrolarse en las Brigadas Internacionales que apoyaban a la República.
Por lo demás, en 1930 se casa con su prima María Amalia Onetti y, en marzo, viaja con ella a Buenos Aires, donde momentáneamente se establecen. No tardan en tener un hijo, Jorge, mientras él se gana la vida vendiendo calculadoras. Para entonces, ha emborronado ya sus primeras tentativas literarias. La desesperación de no tener tabaco durante un fin de semana completo se traduce en un cuento de 32 páginas que el abstinente teclea de un tirón. Esta historia constituirá la primera versión de El pozo y desaparecerá en una mudanza. Hay que decir que, desde el principio, Onetti, en tanto que creador, se embarcará en una suerte de work in progress: algunos cuentos devendrán novelas; algunas partes de novelas se “autonomizarán” como cuentos; y, entre unas y otras, se producirá un flujo orgánico en constante expansión. Será en esos primeros años bonaerenses cuando Onetti cobre conciencia del mundo latente que lleva dentro. Más tarde expresará así el descubrimiento de su vocación: “Hay un solo camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos”.
Texto Carles Barba
Onetti tiene hoy entre sus mayores valedores a Mario Vargas Llosa (que consideraba su ópera prima, El pozo, la primera novela hispanoamericana moderna). Y, entre los escritores españoles, lo reverencian autores tan diversos como Antonio Muñoz Molina (prologuista de algunos de sus títulos), Félix de Azúa (que ha comparado su prosa alucinatoria con la de Malcolm Lowry) e Ignacio Vidal Folch (que le hizo un espléndido retrato-entrevista en el volumen Amigos que no he vuelto a ver). A cien años de su nacimiento y a quince de su muerte, Onetti presenta varias singularidades que lo distinguen de muchos de sus compañeros de pluma continentales. Ha sido un relator de crónicas de seres fracasados, varados en un medio urbano, carcomidos por la soledad y, a pesar de todo, aferrados (como leemos en Los adioses) “a un derecho al orgullo”. Onetti se ha formado además en la novela europea y norteamericana de un Céline, un Joyce y sobre todo un Faulkner, y también en incontables relatos policiales (de Hammet a Simenon), y de todos ellos ha abrevado técnicas y atmósferas, sin haber incurrido nunca en el regionalismo y el indigenismo, ni en ninguna tentación de color local. Un tercer rasgo de su idiosincrasia intelectual sería su voracidad lectora. Como Borges, Pitol o Vargas Llosa, Onetti parece haber invertido más tiempo leyendo que escribiendo y, en sus últimos años en Madrid, tumbado perpetuamente en la cama, navegaba con feliz deleite en las oceánicas páginas de la Recherche proustiana.
El santuario de la infancia
El vicio lector puede remontarse a su más tierna infancia montevideana, cuando apenas tenía nueve o diez años. “Recuerdo que cuando era niño me escondía en uno de esos armarios que ya no se ven por el mundo, esos armarios enormes que cubrían toda una pared y que casi siempre estaban llenos de trastos. Bueno, pues yo me escondía adentro con un gato y un libro. Dejaba la puerta entreabierta para poder ver, y allí permanecía durante horas”.
Onetti había nacido el l de julio de 1909 en una casa de la calle San Salvador, en el Barrio Sur de la capital rioplatense. Su padre era funcionario de aduanas y su madre, apellidada Borges, procedía de una familia brasileña esclavista. Tuvo dos hermanos, Raul, el mayor, y Raquel, la más pequeña. Onetti ha sido parco a la hora de hablar de sus primeros años. Consideraba la niñez un santuario sagrado y opinaba que las vivencias más genuinas debían mantenerse en secreto. Se sabe que de chaval organizaba guerrillas entre su barrio y otros, y que tenía unas notables aptitudes deportivas (para el baloncesto, el remo y el atletismo). Su madre le tenía dicho que no se mezclara con chicos de otras clases (“cada uno en su esfera” era su lema), pero el pequeño Juan Carlos alternaba con mulatos y mestizos, y a todos les endilgaba historias que fantaseaba en soledad y que terminaba por creerse.
Abandonó los estudios prematuramente, a los catorce años (al parecer, se le resistían asignaturas como el dibujo), y muy pronto se vio desempeñando numerosos oficios de poca monta: portero, mozo de cantina, vendedor de entradas en el estadio de fútbol de su ciudad o empleado de una empresa de neumáticos. Consta también que, antes de dejar la enseñanza secundaria, solía hacer novillos y se escapaba al Museo Pedagógico (“que tenía una iluminación pésima”), donde se zampó la obra completa de Julio Verne (hazaña a la que después él atribuyó el origen de su miopía).
En su juventud, Onetti alentó ciertas inquietudes políticas. En 1929, por ejemplo, intentó viajar a la Unión Soviética con el propósito de conocer el país “donde se estaba construyendo el socialismo”. Lo disuadió su primera y única entrevista con el embajador soviético. Más adelante, al estallar la Guerra Civil española, trató infructuosamente de enrolarse en las Brigadas Internacionales que apoyaban a la República.
Por lo demás, en 1930 se casa con su prima María Amalia Onetti y, en marzo, viaja con ella a Buenos Aires, donde momentáneamente se establecen. No tardan en tener un hijo, Jorge, mientras él se gana la vida vendiendo calculadoras. Para entonces, ha emborronado ya sus primeras tentativas literarias. La desesperación de no tener tabaco durante un fin de semana completo se traduce en un cuento de 32 páginas que el abstinente teclea de un tirón. Esta historia constituirá la primera versión de El pozo y desaparecerá en una mudanza. Hay que decir que, desde el principio, Onetti, en tanto que creador, se embarcará en una suerte de work in progress: algunos cuentos devendrán novelas; algunas partes de novelas se “autonomizarán” como cuentos; y, entre unas y otras, se producirá un flujo orgánico en constante expansión. Será en esos primeros años bonaerenses cuando Onetti cobre conciencia del mundo latente que lleva dentro. Más tarde expresará así el descubrimiento de su vocación: “Hay un solo camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos”.
Texto Carles Barba