Dijo un viejo amigo que se vuelve siempre al primer amor. Afortunadamente estaba en crisis de error o arrepentimiento. Creo que la realidad de esa frase significaría una de las más crueles interpretaciones del infierno en la tierra. Y no sea que más allá nos esté esperando semejante horror.
Parece ritual que los primeros amores, desdeñables, platónicos y tácitos, los haya inspirado una maestra de escuela que siempre daba sus clases en un aula distinta de que se nos había destinado; y así pasaban las tardes, alejados y, nosotros, sufrientes. O un poco después nuestro amor inmortal se fijase en la más joven de las visitas que recibía mama.
Pero el verdadero primer amor, al que no retornaríamos nunca, ni siquiera atados, se produce, cuando revientan las flores en primavera, a los dieciocho años. Señalaré de paso que este Madrid tiene la virtud o el don de hacer que no haya primavera. De pronto y sin aviso la ciudad nos impondrá la tortura africana de un verano del que disparan todos los que pueden hacerlo.
Luego de estos lugares ya irrecuperables de tan comunes, vuelvo, y no por muchas líneas, a los dieciocho años. Como es comprensible, estas palabras, y las que vienen, no tienen como destino a los adolescentes que viven, disfrutan, padecen su primer amor. Pasarán los años y al primero seguirán otros; el primero se irá alejando de la memoria, se hundirá en el túnel, tan distante, agrisado.
Cuando hablaba del amor dieciochesco me refería, claro está, al amor pasión. Siempre pensé y supe que tiene un máximo de dos años de duración si los amadores logran una estabilidad, un incesante verse, matrimonial o no. Y este pensamiento, esta sapiencia me fue confirmada por un amigo médico sicoanalista, que tiene que haber centenares de cerebros remendados o convertidos para siempre en un bric-à-brac imposible de ordenar.
Por lo tanto, un amor pasión -que tal vez sea el único que importe en definitiva- puede durar, estremecer, pasar a idea fija unos setenta y dos mil días y noches de convivencia. Lo que sigue, ya dije, es ternura, alejamiento u odio.
Al no imposible reencuentro habría que dictarle límites en el tiempo. No después, por ejemplo, de que hayan pasado diez o doce años de separación y presunto olvido. De lo contrario, aquellos que atravesaron el primer amor chocarán desfallecidos, despiertos, contra celulitis, prótesis, calvicie, desmemorias y marchiteces. Vientres y papadas que no aceptan ser camufladas. Y ya no cabe buscar el tiempo perdido, se fue y arrastró. Su evocación no traerá consuelo ni obra maestra.
Y tal vez exista otra forma más triste del desengaño. Consulto a una amiga procurando el punto de vista femenino. En su curiosa sintaxis me escribe:
"Lo que más me ha sorprendido al volver a encontrarme con un amor de juventud era que aun persistía, suavemente, la emoción que me había provocado algún rasgo físico -la manera de apretar los labios al tomar un té, el brillo, ahora apagado, de los ojos al reírse. El eco familiar del tono de voz al decir ciertas frases-, pero ese recuerdo meramente físico contrastaba sin piedad con la desaparición total de la atmósfera que antes rodeaba al ser amado. Todo lo que me maravillaba en ese entonces: todo lo que me hacía, decía, opinaba, ahora eran palabras banales, cotidianas y lo más angustiante era que me aburrían. Me pasma pensar que eran las mismas ideas y maneras de ser que me fascinaron, sumergieron y arrastraron a un mundo que no era el mío y que había aceptado con humildad y agradecimiento. Y ahora ese pasado inexplicable sólo me ofrecía como algo rescatado de un sueño placentero pero ya olvidado, ese apretar los labios, ese brillo apagado y ese tono de voz"
Pero hay otra posibilidad, no desdeñable por infrecuente. Puede -nos puede- suceder que la casualidad, el destino o un Gran Bromista reúna en algún lugar imprevisto a los jóvenes enamorados de los dieciocho años. Pasó, en este caso, mucho más tiempo que en el grotesco anterior y, no se sabe por qué, la muerte les tuvo miedo. Pueden medirse, conversar, examinarse. Pero lo que perversamente les está prohibido es reconocerse. No reunirán con el oponente incógnito los recuerdos pálidos de goces difuntos, de juramentos y ansias. No se les ocurrirá jamás transformar en metáforas la imagen presente del ser que sonríe y divaga sobre el tiempo y el futuro, tan breve ahora. No recordarán que allá, en las lejanas tinieblas del ayer incorregible, aquel otro fue comparado con una flor. Y lo dijeron sin dudas.
Como es natural, basta conocer un poco a la gente, sus orígenes, su cultura para presentir que un alto porcentaje de integrantes de ancianas parejas reaccionarían:
-No queremos tanto o más que el primer día.
Uno es cortés y acepta, aceptará en silencio esta muy probable mentira, esta confusión de buena fe. Porque yo hablaba de amor, del amor juvenil y su locura. Yo hablaba de los catorce años de edad de Julieta y de su monólogo en el balcón. Lo que nada tiene ver, absolutamente nada con el insensible declive que va llevando, desde aquel primer día tan disminuido ahora por imperio de hábito, a una amistad cariñosa, en los mejores casos, a una ternura, a un agradecimiento, a una necesidad de compañía.
Juan Carlos Onetti - Junio de 1981
Parece ritual que los primeros amores, desdeñables, platónicos y tácitos, los haya inspirado una maestra de escuela que siempre daba sus clases en un aula distinta de que se nos había destinado; y así pasaban las tardes, alejados y, nosotros, sufrientes. O un poco después nuestro amor inmortal se fijase en la más joven de las visitas que recibía mama.
Pero el verdadero primer amor, al que no retornaríamos nunca, ni siquiera atados, se produce, cuando revientan las flores en primavera, a los dieciocho años. Señalaré de paso que este Madrid tiene la virtud o el don de hacer que no haya primavera. De pronto y sin aviso la ciudad nos impondrá la tortura africana de un verano del que disparan todos los que pueden hacerlo.
Luego de estos lugares ya irrecuperables de tan comunes, vuelvo, y no por muchas líneas, a los dieciocho años. Como es comprensible, estas palabras, y las que vienen, no tienen como destino a los adolescentes que viven, disfrutan, padecen su primer amor. Pasarán los años y al primero seguirán otros; el primero se irá alejando de la memoria, se hundirá en el túnel, tan distante, agrisado.
Cuando hablaba del amor dieciochesco me refería, claro está, al amor pasión. Siempre pensé y supe que tiene un máximo de dos años de duración si los amadores logran una estabilidad, un incesante verse, matrimonial o no. Y este pensamiento, esta sapiencia me fue confirmada por un amigo médico sicoanalista, que tiene que haber centenares de cerebros remendados o convertidos para siempre en un bric-à-brac imposible de ordenar.
Por lo tanto, un amor pasión -que tal vez sea el único que importe en definitiva- puede durar, estremecer, pasar a idea fija unos setenta y dos mil días y noches de convivencia. Lo que sigue, ya dije, es ternura, alejamiento u odio.
Al no imposible reencuentro habría que dictarle límites en el tiempo. No después, por ejemplo, de que hayan pasado diez o doce años de separación y presunto olvido. De lo contrario, aquellos que atravesaron el primer amor chocarán desfallecidos, despiertos, contra celulitis, prótesis, calvicie, desmemorias y marchiteces. Vientres y papadas que no aceptan ser camufladas. Y ya no cabe buscar el tiempo perdido, se fue y arrastró. Su evocación no traerá consuelo ni obra maestra.
Y tal vez exista otra forma más triste del desengaño. Consulto a una amiga procurando el punto de vista femenino. En su curiosa sintaxis me escribe:
"Lo que más me ha sorprendido al volver a encontrarme con un amor de juventud era que aun persistía, suavemente, la emoción que me había provocado algún rasgo físico -la manera de apretar los labios al tomar un té, el brillo, ahora apagado, de los ojos al reírse. El eco familiar del tono de voz al decir ciertas frases-, pero ese recuerdo meramente físico contrastaba sin piedad con la desaparición total de la atmósfera que antes rodeaba al ser amado. Todo lo que me maravillaba en ese entonces: todo lo que me hacía, decía, opinaba, ahora eran palabras banales, cotidianas y lo más angustiante era que me aburrían. Me pasma pensar que eran las mismas ideas y maneras de ser que me fascinaron, sumergieron y arrastraron a un mundo que no era el mío y que había aceptado con humildad y agradecimiento. Y ahora ese pasado inexplicable sólo me ofrecía como algo rescatado de un sueño placentero pero ya olvidado, ese apretar los labios, ese brillo apagado y ese tono de voz"
Pero hay otra posibilidad, no desdeñable por infrecuente. Puede -nos puede- suceder que la casualidad, el destino o un Gran Bromista reúna en algún lugar imprevisto a los jóvenes enamorados de los dieciocho años. Pasó, en este caso, mucho más tiempo que en el grotesco anterior y, no se sabe por qué, la muerte les tuvo miedo. Pueden medirse, conversar, examinarse. Pero lo que perversamente les está prohibido es reconocerse. No reunirán con el oponente incógnito los recuerdos pálidos de goces difuntos, de juramentos y ansias. No se les ocurrirá jamás transformar en metáforas la imagen presente del ser que sonríe y divaga sobre el tiempo y el futuro, tan breve ahora. No recordarán que allá, en las lejanas tinieblas del ayer incorregible, aquel otro fue comparado con una flor. Y lo dijeron sin dudas.
Como es natural, basta conocer un poco a la gente, sus orígenes, su cultura para presentir que un alto porcentaje de integrantes de ancianas parejas reaccionarían:
-No queremos tanto o más que el primer día.
Uno es cortés y acepta, aceptará en silencio esta muy probable mentira, esta confusión de buena fe. Porque yo hablaba de amor, del amor juvenil y su locura. Yo hablaba de los catorce años de edad de Julieta y de su monólogo en el balcón. Lo que nada tiene ver, absolutamente nada con el insensible declive que va llevando, desde aquel primer día tan disminuido ahora por imperio de hábito, a una amistad cariñosa, en los mejores casos, a una ternura, a un agradecimiento, a una necesidad de compañía.
Juan Carlos Onetti - Junio de 1981