“Las dictaduras no dejan pensar. Por eso la gente, para pelear con ellas y para defenderse, piensa. En las democracias se puede pensar. Es fácil. Y por eso se deja de hacerlo. Se pregunta cómo es posible que si todos dicen querer la paz ella no sea posible. Y es que antes de otras cosas, hay que pensar. Si no se piensa, la paz no es posible.” Daniel Barenboim dice sentirse, con los años, cada vez más cerca de la Argentina. Estuvo en Buenos Aires hace diez años, para conmemorar el cincuentenario de su primer concierto. Y ahora vuelve para festejar los sesenta años de aquel debut. Cuenta que el lunes a la noche, recién llegado, luego de cenar con amigos fue a ver la casa de su infancia: “La vi de afuera, vaya a saberse qué han hecho por dentro”, señala. Habla con el porteño un poco antiguo de quien se fue hace tiempo y con un vago, inidentificable, acento extranjero. Vuelve, una y otra vez, a la cuestión de la paz, de la educación musical y de la cultura como patrimonio de los pueblos. Y dice: “Para estar aquí dejamos de ir a los festivales de Lucerna y de Salzburgo, así como en 2000 había dejado de ir a Bayreuth. No importa. Vale la pena. Quería estar aquí”.
Una foto temprana, publicada en la primera edición de su libro de memorias (o más bien de reflexiones acerca de su vida con la música) lo muestra parado junto al piano, de pantalones cortos pero con una expresión de extrema seriedad y concentración. La expresión no ha cambiado demasiado y Barenboim bromea. “Era un niño prodigio; sólo he dejado de ser prodigio”. Recuerda sus comienzos, y es severo consigo mismo. “En uno de los primeros conciertos en que dirigí a un solista, tendría 23 o 24 años, y me tocó dirigir a Rubinstein. Yo, que en ese entonces creía que sabía, le pregunté ‘¿a qué tiempo quiere que tome los tutti?’. ‘Al tempo giusto’, me contestó. ‘Trataré de seguirlo siempre’, dije entonces. ‘No lo haga’, me respondió él. ‘Si me sigue va a estar siempre detrás mío, y tenemos que estar juntos’.” Desde ese momento hasta la actualidad ha pasado mucho. Hoy Barenboim es uno de los músicos más importantes e indiscutidos, no sólo por sus interpretaciones sino por la claridad de sus puntos de vista y por la tarea humanística que lleva adelante con la West-Eastern Divanh Orchestra (ver recuadro). Tanto como pianista como en el papel de director de orquesta, ha impuesto su sello a cada una de las actividades que llevó adelante y cada uno de los organismos que condujo, empezando por la Sinfónica de Chicago o el Festival de Bayreuth. Es, sin duda, una de las estrellas del mundo de la música clásica y, no obstante, pocos se parecen menos que él a lo que el mercado espera de una estrella. Grabó siempre lo que le interesó, más allá de lo que las compañías discográficas pudieran preferir, y armó sus programas siempre como le vino en gana. “Mi padre me enseñó que la independencia es lo más importante, mucho más que la fama o el dinero”, reflexiona. “A veces digo que sé hacer muchas cosas, pero nunca aprendí a nadar. Un buen nadador busca siempre la corriente a la que acomodarse. Por eso no nado. Nunca pude y nunca quise acomodarme a las corrientes, así que voy en contra de ellas.”
Parte de esa independencia puede verificarse en la elección de la obra que hará en el ciclo de Conciertos del Mediodía, Dérive No. 2, de Pierre Boulez. “Es una obra extraordinaria”, dice. “Hace cuarenta años que dirijo música de Boulez y es un compositor que admiro muchísimo. Pero ésta es una obra fantástica, casi treinta minutos de un solo movimiento en crecimiento constante. Creo que es la obra que más placer me dio en mi vida en el momento de la lectura”. Que esta composición pueda ser hecha por integrantes de West-Eastern Divanh es una prueba, por otra parte, del nivel al que llegó esta orquesta, que comparte concertino con la Filarmónica de Berlín y cuyo solista de oboe, por ejemplo, lo es también de la Filarmónica de Viena. “Fue una orquesta juvenil al comienzo pero ya no, gracias a que muchos de los músicos han querido quedarse. Y también debo aclarar que no es cierto que Edward Said y yo hayamos decidido formar una orquesta. Nunca se nos ocurrió que fuera posible. Nuestro plan era hacer un proyecto humanitario, e igualitario, que tuviera a la música en primer plano. Una serie de talleres que desembocaran en una serie de conciertos. No sabíamos con cuántos músicos nos encontraríamos, en Palestina u otros países árabes, que tuvieran nivel como para tocar. Para la primera convocatoria hubo doscientos inscriptos, sólo del mundo árabe. No todos tenían buen nivel pero los mejores tenían muy alto nivel. Resulta impresionante ver a lo que se ha llegado, teniendo en cuenta que más del sesenta por ciento de los integrantes nunca había formado parte de ninguna orquesta y el cuarenta jamás había escuchado a ninguna en vivo. Que esa misma orquesta pueda hoy tocar las Variaciones de Schönberg en el Festival de Salzburgo y dejar al público con la boca abierta es un gran orgullo. Hay que decir, además, que los músicos tienen verdadero coraje cívico. En muchas ocasiones para participar de esta orquesta deben ir en contra de las leyes de sus propios países, que no les permiten tener contacto con los otros.” Una violinista integrante de la orquesta, israelí descendiente de argentinos, cuenta al respecto: “Uno tiene miedo a lo desconocido y a lo diferente. La experiencia es que, al conocer a quienes deberían ser mis enemigos como gente, como personas, como músicos, el miedo baja”.
Barenboim fue, casi al llegar, al recién reinaugurado Teatro Colón. “Verlo como nuevo, es decir con todo lo viejo respetado, con toda esa belleza, y volver a vivir todos los recuerdos de los grandes músicos que escuché allí, fue para mí una experiencia muy intensa y agradezco infinitamente a las autoridades que nos permitan tocar en ese teatro.” El director cuenta las historias personales de varios de los integrantes de la orquesta, entre ellos uno de sus hijos, que en la actualidad es uno de los concertinos. Reflexiona acerca de cómo el hacer música juntos los transforma y, a la vez, aclara: “Esta orquesta no es un proyecto político. Me preguntan cómo puede no ser político algo que involucra que estén juntos israelíes, jordanos, sirios, egipcios, turcos. Y es que la política es el arte del compromiso y la música es el arte de todo menos el compromiso. Se dice, muchas veces, que ésta es una orquesta para la paz. No es así. Para la paz se necesitan otras cosas, justicia, estrategias y comprensión. Esta orquesta es un modelo alternativo. Y pone en escena la pregunta de por qué quienes son supuestos enemigos pueden funcionar juntos en una orquesta y no en la vida cotidiana. Y la respuesta es sencilla. Ante una partitura de Beethoven, y digo Beethoven solamente porque es la música que haremos aquí, todos somos iguales. Nadie pregunta nuestra cédula de identidad y todos tenemos los mismos derechos y posibilidades, lo que, lamentablemente, no sucede en nuestra región, donde hay territorios que están ocupados desde hace 43 años. Por supuesto, siempre que hay un conflicto las culpas están repartidas. Pero, en este caso, hay una responsabilidad mayor de unos que de otros, en tanto unos ocupan los territorios de otros. Una orquesta no puede solucionar eso. Eso se soluciona de otras maneras”.
Para Barenboim todo está cargado de significado. Si para Godard hasta un travelling era una cuestión moral, para este músico capaz de dirigir Wagner de memoria, tocar al día siguiente la obra pianística de Schönberg y, como si con eso no fuera suficiente, conducir la misma semana la integral de las sinfonías de Beethoven, o de Bruckner o Mahler, cada matiz, la manera de resaltar un tema en una voz o de hacer una mínima pausa antes del ataque de un motivo determinado jamás son cuestiones puramente sonoras. O sí, pero en su idea del sonido puro se encierra una cierta metáfora del universo. “Una programación requiere una cierta dramaturgia –explicó Barenboim a Página/12–. Yo creo que las obras que se tocan deben tener una afinidad o tal vez un gran contraste. Por eso incluimos, en uno de los dos conciertos de cámara que haremos, a Schönberg, un compositor que cada vez me interesa más. Cuando yo me fui de Argentina, tenía 9 años y Schönberg no era nada conocido. No sólo aquí sino en el mundo. La modernidad era Bartók, Prokofiev, Shostakovich. La segunda escuela de Viena, para mí, fue un descubrimiento posterior. Y, sobre todo, Schönberg, que es alguien visto generalmente como inaccesible y áspero. En primer lugar, no siempre lo sencillo es accesible. A veces es simplemente aburrido. Y tampoco es cierto que lo complejo sea necesariamente inaccesible. Ycualquier cosa, para que pueda ser disfrutada necesita cierta familiaridad. Y no se trata sólo de la familiaridad de la música de Schönberg con el público sino, también, con los músicos. Una orquesta que toca una pieza difícil, como las Cinco piezas Op. 16, una vez cada diez años y a las apuradas como para estudiar todas las notas, jamás va a poder hacer que la obra sea disfrutada porque no la van a disfrutar ellos. En este caso, en que tocaremos la transcripción para dos pianos, también nos fue resultando cada vez más familiar.”